sábado, 6 de julio de 2013

Juan José Saer, “Las cosas soñadas”

Para Carlos Giordano

Como dice Tomatis, a pesar de su diploma de letras, obtenido en uno de los establecimientos de la Ivy League, Gabriela, la hija mayor de Barco (la menor se ha aficionado a las disecciones en la facultad de medicina), "padece una fuerte vocación literaria". Y lo que es peor, agrega siempre con un aire resignado que no consigue disimular su intensa, por no decir infantil satisfacción, es que ha decretado declararme, para platicar sobre la materia, su —como se dice ahora— "interlocutor privilegiado".
La chica, si bien no somete a su consideración cada texto que escribe, tiene una inclinación marcada a discutir con Tomatis problemas de método, de teoría, de especulación literaria, sobre los cuales ha leído desde luego mucho más que Tomatis pero a quien, con la ingenuidad de los jóvenes que suelen atribuirles a las personas mayores que quieren desde la infancia una especie de infalibilidad, considera como una autoridad en casi todas las ramas del arte, de las letras, de la ciencia y de la filosofía, reputación que con cierta inescrupulosidad y blandiendo vagos pretextos pedagógicos Tomatis se abstiene, desde que Gabriela era adolescente, de rechazar como inmerecida. "Ya se irá dando cuenta sola", murmura a veces, un poco molesto por la mirada irónica con la que Barco lo observa interpretar su papel de, como dicen, maestro de la juventud.

Como viene a enseñar a la facultad de Rosario, de tanto en tanto Gabriela se da un salto hasta la ciudad, para visitar a sus primos y primas y a algunos amigos de infancia, porque cuando Barco y Miri se mudaron a Buenos Aires, obligados por las circunstancias políticas, ella tenía ya trece años. Antes de irse a los Estados Unidos a terminar su carrera, en la época en que la situación se calmó un poco, Gabriela había tomado la costumbre de pasar las vacaciones en la ciudad entre la playa de Guadalupe, antes de que la cubriera definitivamente la inundación grande, la casa de fin de semana que tenían en Sauce Viejo los padres de su primer novio, y la playita de Rincón. Tanto había oído hablar de los años dorados de la generación anterior —la de sus padres, Tomatis, Rita Fonseca, los mellizos Garay, etcétera— que se había dejado obnubilar tenuemente por una especie de bovarismo intelectual que transfiguraba el mundo a su alrededor convirtiendo los arduos lugares donde había transcurrido la juventud ardua de sus padres y de los amigos de sus padres en una sucursal del paraíso. Puedo entrar no dos, sino muchas veces en el mismo río, desde noviembre a marzo, y sobre todo si se trata del Coronda o del Ubajay, le gustaba decir a Gabriela, suspirando de nostalgia, en los inviernos de Rosario o de Caballito. Era evidente que, a diferencia de sus mayores para quienes lo exterior había consumido ya su cuota exigua de magia, para Gabriela la magia empapaba el mundo, y la surgente de su chorro luminoso no debía estar lejos de Paraná, de la laguna Setúbal o de San José del Rincón.
En sus escapadas a la ciudad, con o sin novio, sola o acompañada, Gabriela nunca dejaba de visitar a Tomatis, al que llamaba Carlitos, como si ella fuese mayor que él o como si se tratasen de viejos camaradas, lo cual irritaba ligeramente a Alicia que, por ser mucho más joven que Gabriela y sobre todo por ser la hija de ese personaje desconocido que irrumpía cada vez que Gabriela profería el diminutivo, no se sentía con derecho a llamarlo de esa manera y al mismo tiempo experimentaba de un modo confuso la impresión de estar excluida de aquella parte de la personalidad de su padre que el diminutivo, que creía destinado al uso exclusivo de las personas mayores, designaba. Tomatis sabía que en algún momento de la visita los temas literarios se introducirían en la conversación, y siempre lo divertía, aunque no lo dejara traslucir, ir previendo su aparición, que Graciela trataba de presentar como espontánea, como si un elemento inesperado, aleatorio, surgiendo en medio de la charla informal, suscitara la asociación necesaria que permitiría evocarlos. El modo de traerlos a colación era en general interrogativo, aunque Tomatis sabía que, detrás de la aparente humildad de la pregunta, se ocultaba un problema, un enigma e incluso una charada, para la cual ella tenia ya preparada su respuesta pero que por, como suele decirse, un sentimiento de inseguridad, no estaba demasiado dispuesta a revelar antes de haber averiguado si Tomatis pensaba lo mismo que ella, Carlitos —le decía—, Fulano de Tal (algún académico que, por haber publicado artículos en la New York Review y haber pasado tres o cuatro veces por televisión era estudiado en todas las universidades norteamericanas) dice tal o cual cosa, a propósito de la obra de Zutano o de Mengano. ¿Vos qué pensás del asunto? Tomatis no había leído una sola línea del autor en cuestión ni pensaba leerla pero, concentrándose al máximo, intentaba aislar el problema del contexto en que era presentado y respondía en términos generales a la pregunta, coincidiendo a menudo, por no decir siempre, con el punto de vista de Gabriela. Y cada vez que tenían una de esas charlas, en el momento de despedirse, Tomatis, con una sonrisa afectuosa, pero vagamente burlona y conminatoria, le decía más o menos lo siguiente: Todos estos problemas al cuete que discuten los gringos en su salsa a base de ketchup están muy bien pero ¿cuándo me vas a mostrar algunos de tus textos para ver cómo están escritos?
En uno de los viajes que Gabriela hizo especialmente para presentarle a su nuevo novio, un economista rosarino, Tomatis invitó a la pareja y a Alicia a cenar a una parrilla de lujo qué acababan de inaugurar en los locales de la Sociedad Rural, y a los postres, a pesar del discreto aburrimiento del economista y del fastidio ostentoso de Alicia, Gabriela le anunció a Tomatis que le iba a hacer llegar por carta o por fax un texto brevísimo, de una página más o menos, que tal vez no tenía mucho valor en sí, pero en el que aplicaba un procedimiento de su invención, para terminar de una vez por todas con las teorías expresivas y biográficas de la creación literaria. Según Gabriela, su método había consistido en introducir en el texto toda clase de elementos opuestos a su persona: como ella era mujer, el personaje del fragmento, como Gabriela llamaba a su escrito, era un hombre; como ella era joven, su personaje era un jubilado, y le había elegido su lugar de residencia al azar, haciendo girar un globo terráqueo y, después de cerrar los ojos bien fuerte para no hacer trampas, aplicando el dedo índice en un punto cualquiera del planeta, que resultó ser la ciudad de Paula, en el sur de Italia. Para atribuirle un nombre al personaje había utilizado un procedimiento semejante, hojeando a ciegas una agenda en la que en cada día del año figuraba el santo correspondiente, y como había caído el 30 de noviembre, el día de San Jerónimo, había traducido el nombre al italiano. En cuanto al contenido del fragmento propiamente dicho, según Gabriela, había decidido poner una serie de elementos opuestos a los de su biografía y, al mismo tiempo, optó por escribir, no sobre alguna escena de la vigilia, de la vida cotidiana, sino sobre un sueño, tomando como precaución que cada uno de los detalles —objetos o situaciones— del sueño, fuese rigurosamente inventado por ella y no correspondiese a ningún sueño suyo verdadero. Gabriela pensaba que escribiendo un buen texto con ese método, se terminaría de una vez por todas con los prejuicios biográficos, y además, terminaba Gabriela exaltándose noblemente un poquito, gracias a la identificación de uno mismo, a través de la literatura, con lo heterogéneo del mundo, se probaba la unidad fundamental de la especie humana. Y a los pocos días, Tomatis recibió por correo el texto siguiente:

El sueño de Don Girolamo

Una noche tormentosa (muy cálida) de primavera, don Girolamo, que ha estado leyendo hasta tarde en la cama un tratado de ingeniería civil, se despierta, aterrado y sudoroso, después de una pesadilla: su hermano, mayor ha asesinado a su padre, a su madre y a su hermanita, y él está tan aterrorizado que duerme aferrando un cuchillo bajo las sábanas. También descubre en un plato unas plumas y unos trocitos de piel que traen todavía pegados filamentos de carne sanguinolenta. Cuando se despierta, al terror sucede el alivio, y después una tristeza agridulce, porque don Girolamo ha cumplido ya los sesenta, y cinco años, y si bien su hermanita, que tiene sesenta y dos, vive todavía, su padre y su madre han muerto ya hace muchos años. En cuanto a su hermano, es tres años mayor que él, y sufre de una enfermedad incurable. Ciertas asociaciones han motivado el sueño: las sensaciones propias a la noche calurosa, que lo han retrotraído a la infancia, y el hecho de que antes de dormir haya tomado una bebida efervescente, que no probaba desde la infancia y que, mientras la aproximaba a los labios, haya pronunciado el nombre piamontés de esa bebida: BAGNANAS (moja nariz). Esas asociaciones explican el carácter infantil del sueño, pero no su contenido. Al cabo de un rato, don Girolamo se duerme nuevamente, pero con una intensa sensación de paz, de reconciliación y de eternidad.


En el encuentro siguiente, al final del año universitario, a mediados de diciembre, Gabriela y el novio vinieron a tomar el vermouth al anochecer y a saludar a Tomatis para las fiestas que se avecinaban, y al cabo de un rato, ya estaban conversando sobre el fragmento que le había mandado Gabriela. Tomatis celebraba la buena invención del sueño, donde ciertos detalles imaginados parecían realmente oníricos, como las sensaciones infantiles de un adulto que se encuentra soñando, la condensación temporal, o las plumas y la piel sanguinolentas. También aprobaba la sobriedad de la prosa pero, metiendo la mano en el bolsillo del pantalón, sacó un pedacito de papel y le leyó la lista de elementos autobiográficos que le había parecido vislumbrar en el texto: es sabido que en los sueños cada cosa puede aparecer distorsionada, disfrazada de otra, y él, Tomatis, pensaba que el dichoso don Girolamo era un personaje que, aunque mucho más viejo desde luego, le recordaba en varios de sus rasgos a Barco, el padre de Gabriela, cuyo hermano mayor había muerto no hacía mucho tiempo, y esa magnesia efervescente de marca BAGNANAS era un producto local, que Gabriela conocía de cuando era chica, de modo que ese detalle material del fragmento era verdaderamente autobiográfico. También, según Tomatis, un elemento puramente intelectual, no empírico, podía ser autobiográfico, y la asociación desencadenada por haber pronunciado las palabras en piamontés, requería un contexto preciso para ser imaginada: esa explicación asociativa no hubiese podido hacerse fuera de los marcos de la cultura occidental del siglo veinte, etcétera. Pero lo que más lo seducía del fragmento no estribaba en su supuesta demostración de que la literatura no era ni objetiva ni autobiográfica, —dos categorías que exigían un control consciente del texto en todos sus niveles desde el principio hasta el fin para ser operativas— sino porque ponía en evidencia que su modo de funcionar era en más de un aspecto análogo al de los sueños. Y Tomatis explicaba el fragmento de la manera siguiente: Gabriela debía pensar, sin darse cuenta tal vez, que el hermano de Barco, que había muerto no hacía mucho después de una larga enfermedad, había hecho sufrir demasiado a su padre a causa de su enfermedad, y con el egoísmo cruel de la juventud y mediante la astucia inmoral de que se valen los sueños, había transformado a su tío, de víctima que era, en un espantoso asesino. El final del fragmento, según Tomatis, confirmaba su teoría, porque esa reconciliación pretendía, por un lado, restablecer el bienestar de su padre y al mismo tiempo la satisfacción de la autora del fragmento por haber cumplido su venganza simbólica.

A medida que Tomatis iba explicando su punto de vista, el ambiente, tal vez porque ya iban por el segundo vermouth, se animaba en el atardecer caluroso. Habían podido instalarse en la terraza porque Tomatis tuvo la precaución de regar las baldosas rojizas para refrescarlas, cuando había todavía mucha luz aunque, a causa de que el sol ya estaba demasiado cerca del horizonte — siempre en la llanura se lo ve ir hundiéndose gradualmente en él, hasta desaparecer— ya no castigaba tanto las cosas. Mientras conversaban, el aire había ido poniéndose cada vez más azul; dentro de poco nomás se volvería negro. Las explicaciones que Tomatis daba sobre el texto provocaban hilaridad porque estaban dichas de tal manera que podía percibirse la propia incredulidad del autor respecto de ellas y que, en circunstancias diferentes, opuestas a la actual por ejemplo, hubiese podido afirmar exactamente lo contrario. Pero los detalles del sueño de don Girolamo seguían flotando, desde el momento en que los había leído, no únicamente en su memoria, sino en ciertos pliegues recónditos de la emoción que, de tanto en tanto, la hacían vibrar todavía. También Gabriela, cuando había escrito su "fragmento", sabía lo más bien que ciertos detalles autobiográficos lo habían motivado, el dolor austero de Barco por la muerte de su hermano y la propia pena de ella, a quien le era difícil, a pesar de que ya tenía veintiocho años, admitir que su padre, el héroe mítico de su infancia, al que ninguna adversidad podía ni siquiera rozar, era, como todo el resto, vulnerable y fugitivo. Pero un pudor más fuerte que su intensa lealtad la incitaba a presentar su texto como el mero ejemplo de una teoría totalmente ajena a su propia vida. Ella y "Carlitos" pensaban lo mismo, a saber que si la ficción y los sueños estaban hechos de la misma materia, por certeras que fuesen las teorías que se les aplicaran, seguirían siempre su propio camino, inesperado, caprichoso y extraño, y que por arbitrarios y alejados de la realidad que pareciesen, los hombres se dejarían impresionar por ellos y les darían más crédito y más sentido que al mundo palpable y rugoso.
Sorbiendo un traguito de su vermouth, Gabriela lanzó por encima del vaso una sonrisa con la que trató de abarcar la mirada de los dos hombres que la escuchaban, y dejando otra vez el vaso sobre la mesa de hierro blanco, declaró que, como las obras literaria, los sueños también se expresaban a través de diferentes géneros, pero que los mejores eran aquellos que, justamente, se alejaban de los géneros y eran capaces de forjarse una forma y una simbología propias. Su novio contó que un par de años atrás, en un viaje por Europa durante el que había estado en un restaurant catalán, sobre el Mediterráneo, había comido un plato que figuraba en el menú con el nombre de "plato soñado", porque el cocinero, a base de gelatina, colorantes y diferentes ingredientes que utilizaba en secreto, había reconstituido la forma y el gusto de un marisco del Atlántico, que justamente no existe en el Mediterráneo. Y el cocinero, que había venido a la mesa al final del almuerzo, porque tenía un amigo entre los comensales, les había explicado que el plato llevaba ese nombre porque las sensaciones gustativas y táctiles que producía eran semejantes a las de los sueños, en los que, a pesar de la ausencia, material del estímulo, o a causa de un estímulo inapropiado (por ejemplo, el soñar con un incendio cuando nos sofocan las frazadas) las sensaciones ilusorias que tenemos mientras estamos soñando nos parecen reales.
Aunque el aire ya iba poniéndose casi negro, como estaban bastante cerca unos de otros, todavía podían verse en la penumbra tibia del anochecer. Sus voces resonaban demorándose un poco, y el cielo en el que no había una sola nube estaba de un azul oscuro pero todavía luminoso; ya brillaban en él, con esa intermitencia vacilante con que van instalándose en los anocheceres de verano, las primeras estrellas. La dosis moderada de alcohol que acababan de tomar comenzaba a producirles efecto, manifestándose en una levísima efervescencia y una euforia que, aunque artificial como la sensualidad de los sueños, no era menos exaltante. Y la sonrisa de Tomatis se hizo más amplia, y secretamente orgullosa, cuando le oyó decir a Gabriela que, si se reflexiona un poco, todos los platos que nos ofrece el mundo son soñados, no únicamente el redondel de caldo, amarillo y humeante, que yace sobre la mesa, sino también cada una de las cucharadas que, con aceptación resignada, nos llevamos a la boca.

En "Cuentos completos", Seix-Barral.

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