miércoles, 17 de mayo de 2017

DEBATES LITERARIOS: algunos apuntes sobre la construcción del argumento o la banalidad del agravio.

Si es honorable, la ferocidad en el mundo de las ideas es bienvenida. Afuera del ring, un camarógrafo mostrándole al mundo un combate entre caballeros: Muhammad Alí y George Foreman, en la recordada "Pelea del Siglo", en Zaire, 1974.

Más argumentos y menos insultos. La pobreza de las redes sociales y la riqueza del enfrentamiento cara a cara. Los bares y los cafés. Los ciclos y los eventos literarios. 

En varias oportunidades vimos muy buenos inicios de debates sobre escritores, libros y obras. Hasta que algo sucede. No importa si la conversación está al principio o muy avanzada. Las charlas son intervenidas por objeciones, se vuelven desdibujadas, se evaporan.  Pero ¡ojalá fueran objeciones! 
Son interrupciones basadas en los insultos y en las descalificaciones, que en muchos casos, derivan casi inevitablemente en invitaciones para pelear y que los provocadores del conflicto, ni por asomo, deciden aceptar.
Sin embargo, lo que molesta de tales provocaciones es que no tienen nada que ver con el contenido, lo literario. Lo que había surgido como fructífero, aquello que nos acercaba a la discusión, ya sea participando o siguiéndola, devenía muchas veces en el sinsentido de la agresión y en la banalidad del agravio.

¿De literatura? Poco. Nada. 

Pareciera que no se puede conversar, mucho menos polemizar sobre gustos literarios o estilos, mucho menos sobre obras y autores. Podemos notar como la figura del lector adopta muchas veces el papel de “fan”, en su mejor versión, o de “barra”, en la peor de sus facetas. 
Otra vez, esa versión estúpida de la pasión aparece como fuerza motorizadora del punto de vista, hasta convertirse en su absoluto.

Ya no se puede objetar un autor o libro, decir cuáles son sus puntos débiles si los tuviera. 
¿Qué tiene de malo decir que “x” novela no es la más lograda? Eso no invalida lo anteriormente escrito por ese autor ni su obra construida, tampoco va a “hipotecar” las futuras escrituras de ese escritor “Z”, sea joven que está dando sus primeros pasos o sea un autor prestigioso.

La contracara se da cuando se acepta el “no me gusta ese autor o ese libro”, y al preguntarse por los motivos de esa negación, no haya argumento que la sostenga.

Vale decir que esto se da especialmente en redes sociales, que en muchas ocasiones funciona más como un vertedero de cualquier otra cosa y donde muchos dejan su veneno.
Pero sin ponernos tremendistas ni puritanos -no se trata de "conservar las formas", podemos decir que hay varios espacios donde pueden surgir planteos interesantes -meras conversaciones donde no es necesaria la solemnidad, mucho menos para las redes-, además de los ámbitos académicos tales como conferencias, ponencias o coloquios. 

Sí podemos estar convencidos de que los mejores espacios de discusión son aquellos donde las conversaciones se dan cara a cara, especialmente en los bares y cafés, esos lugares que van a subsistir hasta la eternidad salvo que Starbucks decida comprar todos los bares del mundo. 

Otros de los lugares que me parecen valiosos son los ciclos literarios y eventos, donde predominan las lecturas públicas. También son muy valiosos los intervalos que se suceden allí, cuando entre mesa y mesa, en alguna columna del salón o en una banqueta de la barra se discute, por ejemplo sobre literatura uruguaya, si nos gusta más Juan Carlos Onetti que Mario Levrero, o viceversa, y que alguien que escucha esto al pasar, le diga a los dos contendientes "ustedes no saben nada. Antes de esos dos, por qué no hablan de Felisberto Hernández". O si Juan José Saer, César Aira y Rodolfo Fogwill son, como dijo Beatriz Sarlo hace unos días en Santa Fe, "el canon" de la literatura argentina, después de Jorge Luis Borges.



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