jueves, 28 de noviembre de 2019

Por qué leer Eichmann en Jerusalén, de Hannah Arendt

Adolph Eichmann fue arrestado en Argentina en 1960. En 1961 fue juzgado y condenado a pena de muerte, en Israel. En 1962, se ejecutó la sentencia.

Porque logra lo que muy pocos libros: es capaz de contar, y contar bien, lo que parece inenarrable y, al mismo tiempo, propone un modo enteramente nuevo de pensar lo establecido, dándole un mazazo al sentido común.


Históricamente la humanidad recurrió a la figura del “monstruo” o de la “bestia” para dar cuenta de aquellos que cometieron crímenes inmensos y ejercieron violencia feroz contra sus semejantes. En ese gesto, que los convierte en unos “otros” diferentes (dementes, perversos, insanos, extraviados, inhumanos), parte del problema se resuelve: son los únicos responsables / culpables.

¿Qué sucede, en cambio, si consideramos el hecho de que esas “bestias” llevan sus vidas como cualquiera de nosotros y van a trabajar todos los días, pasean con amigos, leen cuentos a sus hijos, cuidan a sus mayores? El asunto se vuelve mucho más complejo, más inquietante, más dificil de abordar.

Esa es la operación que propone Hannah Arendt al analizar el caso Eichmann y postular la idea de “la banalidad del mal”. El villano puede ser un hombre común.

En breve resumen: Adolph Eichmann, teniente coronel de las SS, fue uno de los mayores criminales de guerra nazis. Huye de Europa y se esconde en la Argentina, donde es capturado en 1960 y llevado a juicio en Israel. Hannah Arendt, como corresponsal de la revista New Yorker, cubre ese juicio, que termina con la condena a muerte de Eichmann ejecutada en 1962.

Además de hacer una magistral descripción del proceso judicial, Arendt se adentra en lo más profundo de la personalidad del aparentemente simple burócrata que, nada menos, administraba parte de la maquinaria de muerte y exterminio de los campos de concentración del régimen nazi. El resultado es un aleccionador e imprescindible tratado filosófico y político sobre el Holocausto que se pregunta por la naturaleza humana y la capacidad de racionalizar como “obediencia debida” los daños más aberrantes.


“Fue como si en aquellos últimos minutos [Eichmann] resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.” (p. 368).