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lunes, 16 de febrero de 2015

Rodolfo Walsh, "Corso"

Vos sabés cómo nos divertimos, el corso era un asco pero nosotros nos divertimos igual. El Ángel se consiguió unos plumachos, dice que los trajo de la isla y que crecen en una planta, pero eran como plumas de avestruz. Después me fijé que en un quiosco los vendían a veinte sopes cada uno, qué atorrantes, imaginate que esas cosas crecen en los árboles y los tipos las venden a veinte mangos.
Hacía un tornillo que te la debo, pero igual las minas andaban casi en bolas en las carrozas, yo siempre digo que estas ñatas con tal de andar en bolas hacen cualquier cosa. El Ángel y yo empezamos a pasarles los plumachos por las gambas, vos sabés qué plato. A las tipas les gustaba, pero algunas ponían cara seria para disimular, vamos, viejo, a quién no le gusta que le hagan cosquillitas. Un jetón que iba en una picá llena de florcitas le dijo al Ángel por qué no se las metés a tu abuela y el Ángel le refregó el plumacho por la cara. El tipo hizo como que se bajaba pero cuando nos vio las caras subió el vidrio y la dejó a la hermanita en el capó y el Ángel le rompió tres plumachos entre las gambas, estuvo exagerado.
Pero lo grande fue cuando vino el hindú en un forcito del tiempo e mama. Este hindú venía todo desnudo, menos un calzoncillo cerradito y un turbante en el melón con una piedra divina, te lo juro. Iba sentado en el capó, con las patas cruzadas, seguro que lo vio en el cine. Con una mano se agarraba la barriga, y con la otra se tocaba la piedra del melón y después el pecho y saludaba, hablando bajito en un idioma. Pero lo mejor que hacía este hindú era que en cada bocacalle se tomaba un trago de un frasquito, prendía un fósforo y escupía unas llamaradas de samputa.
Cuando el Ángel lo vio, se quedó enloquecido y empezamos a seguirlo. Yo le decía dejáme de joder, mirá las minas, y el Ángel nada, el hindú lo tenía entusiasmado, lo miraba de arriba abajo como si fuera Nélida Roca. Ahí supe que iba a hacer una cagada, porque el Ángel será lo que vos quieras, menos eso. Cuando quise acordar estábamos frente al palco el hindú con el forcito y al lado el Ángel y yo detrás. Entonces el hindú mirando el palco donde estaba el intendente, echa la cabeza para atrás y se manda un trago doble de la nasta, y mirando al cielo se arrima el foforito. Y en eso lo veo al Ángel que levanta el plumacho y lo toca justito en el hueso de la garganta, y el hindú empieza a escupir fuego hasta por los ojos y se siente un olor a bife que no te cuento, el hindú parece que se quema, y yo hago lugar para los bomberos, o sea que me rajo. Y por la otra vereda lo veo al hindú que lo corre al Ángel, y ya no le habla en el idioma sino que le dice la puta que te parió, la puta que te parió, y menos mal que no lo agarra porque si no lo mata.
Al rato nos encontramos con el Ángel en la estación, el Ángel hace como que me habla en el idioma, y nos meamos de la risa, viejo, vos sabés qué plato.

sábado, 22 de marzo de 2014

César Aira, "Tres historias pringlenses"

Ya desde el título, Cesar Aira se propone engañarnos diciéndonos que son tres las historias de esa localidad que va a contar, y cuando las leemos, nos damos cuenta de que en realidad, son cuatro. Una posibilidad era pensar que en uno de estos cuatro relatos no se haga mención a Coronel Pringles.
Falso. En todas las historias se hace referencia a dicha ciudad.  Lejos de ser un error, podemos decir que desde el título ya nos encontramos con una broma aireana.

En “La iglesia”, primer relato del libro, el padre Tomás es enviado a Coronel Pringles en una época en la que aún no había iglesia en la ciudad, cuya tarea sagrada será construirla. El obispo de La Plata le giraba la partida presupuestaria periódicamente para llevar a cabo dicha misión. Pero el cura usaba el dinero para otros fines, ya sea practicando la beneficencia o para dinamizar financieramente al sector agropecuario.

“La sombra” es el segundo relato y comienza de la siguiente manera: “La luna es buena”. Evidentemente, el satélite natural de la Tierra es una debilidad del autor (en la novela “Cumpleaños” se profundiza la reflexión a partir de la contemplación de la Luna -leer más-).

La referencia a la ciudad está ya en el primer párrafo: “Debía de ser una de esas noches de verano en Pringles, cuando las familias salían a la vereda a tomar el fresco, los vecinos charlaban, los chicos jugábamos".

El cuento es narrado por un adulto que vuelve a su niñez recordando sus escapes de la institución “dormir la siesta”, la soledad de esas horas porque el resto de los niños sí la acataban, y el recuerdo de una fábula local: “la sombra dominante” (debo dejar de contar acá para que el lector pueda enterarse a medida que avanza la lectura).

El tercer cuento es “La gallina”. Las supersticiones están a la orden del día en todos los pueblos -y también en las ciudades, mal que le pese a la Razón- del mundo. Coronel Pringles no será la excepción. Aira nos invita a la permanente deconstrucción de mitos y verdades fosilizadas, a desmantelar el sentido común.
“(…) el falso progreso que se especializa en criticarnos y ponernos palos en la rueda, va a decir no le des un pescado, enséñale a pescar. ¿Y qué se gana con eso? Pescar. Sentarse a la orilla del río y ver pasar las horas, en una meditación sin objeto. Y los pescados que saque verán el ingreso perpetuo de una economía de subsistencia, sin miras de futuro, enemiga de un progreso que interrumpiría su eterna siesta”.

La leyenda que nos trae Aira es la mil veces ya contada historia de la gallinita de los huevos de oro. Y nos deja algunas preguntas para la reflexión: “¿Qué es la inteligencia?”, “¿Para qué nos sirve?”, “¿Cómo elegir la decisión correcta?”

El último relato del libro es “El santito” y también se sitúa en la zona pringlense:

“Se habló de trasladar el teatro de operaciones lejos, fuera del alcance de esa monstruosa concreción represiva, por ejemplo a Santa Fe, pero los argumentos en contra eran contundentes: no conocían el terreno, tardarían años en establecer una red confiable de compradores, los ganados no serían tan abundantes y a la mano como los que tenían en los campos de Pringles”.


El relato comienza con la historia de un Santito, un gauchito niño o joven, que al morir prefirió ir al Infierno antes que al Cielo, y que por ser él un ser travieso, revoluciona la vida de allá abajo transformándola en un lugar al que todos desean ir. Según la leyenda, esto hacía que las categorías del Bien y del Mal se confundan, y como consecuencia de ello, los gauchos perdieran el miedo a las consecuencias de sus actos, ya que andarían sin el temor pos-vida que tan bien le vino al control social, y  por lo tanto, haciendo sin lío sin ningún tipo de remordimientos. Sin embargo, esta parábola sólo es la introducción a la discusión entre los diez gauchos cuatreros integrantes de una misma banda sobre los rumbos seguir o qué nuevo orden instaurar.


Ficha técnica

Autor: César Aira
Título: Tres historias pringlenses
Editorial: Biblioteca Nacional
Colección: Jorge Álvarez
Año de edición: 2013
Páginas: 68





lunes, 17 de marzo de 2014

Washington Irving, "Rip Van Winkle"

La siguiente relación se encontró entre los papeles del difunto Dietrich Knickerbocker, un anciano caballero de Nueva York que se interesó profundamente por la historia de las colonias holandesas de la provincia y las costumbres de los descendientes de los primitivos pobladores. Sus investigaciones históricas no se efectuaban, sin embargo, entre libros, sino entre seres humanos, pues en los primeros no abundaban sus temas favoritos, mientras que los encontraba en los viejos burghers y aun más en sus mujeres, que poseían enormes tesoros de aquel folklore, tan valioso para el verdadero historiador. En cuanto hallaba una auténtica familia holandesa, cuidadosamente encerrada entre sus cuatro paredes, en su casa de techo bajo, construida casi debajo de la ancha copa de algún árbol, la consideraba como un pequeño volumen y la estudiaba con el celo de un ratón de biblioteca.

 De todas estas investigaciones resultó una historia de la provincia bajo los gobernadores holandeses, que se publicó hace unos años. Existen numerosas opiniones acerca del verdadero carácter literario de ese libro, que, a decir verdad, no es lo que debería ser. Su mérito principal consiste en la escrupulosa exactitud, de la que se dudó al aparecer, pero que ha sido demostrada después sin lugar a dudas. Se le admite ahora en todas las bibliotecas de historia como un libro cuya autoridad es indiscutible.

Aquel anciano caballero murió poco después de publicar su obra y, ahora que ha desaparecido, puede decirse, sin ofender su memoria, que su tiempo hubiera estado mucho mejor empleado si se hubiera dedicado a tareas más importantes. Tendría que seguir sus inclinaciones personales, de acuerdo con métodos propios y, aunque alguna que otra vez molestó a sus vecinos y ofendió a amigos, por los cuales sentía gran afecto, hoy se recuerdan sus errores y locuras más con lástima que con rencor y algunos empiezan a sospechar que nunca tuvo la intención de ofender a nadie. De cualquier modo que los críticos aprecien su memoria, la tienen en muy alta estima muchas personas cuya opinión puede compartirse, particularmente ciertos confiteros que en su admiración han llegado a reproducir su efigie en los pasteles de Año Nuevo, dándole así una oportunidad de hacerse inmortal, casi equivalente a la que proporciona una medalla de Waterloo o de la Reina Ana.

jueves, 13 de febrero de 2014

Leonardo Huebe, "Fin del mundo y otros relatos"

En una reciente visita a la ciudad de Mar del Plata, un librero amigo me recomendó este libro que se compone de siete relatos. En tres de ellos, Leonardo Huebe nos envuelve en la atmósfera opresiva de la última dictadura argentina.

Varios escritores han abordado este período dejándonos a nosotros, los lectores, valiosísimos libros: Saer con "Glosa", "Nadie nada nunca" y "Lo imborrable"; Martín Kohan con "Dos veces junio", "Ciencias morales", "Museo de la Revolución", y más acá Julián López con "Una muchacha muy bella"; Leonardo Oyola nos aporta su cuento "El fantasma y la oscuridad".

Huebe no cae en el lugar común. No pretende dejar enseñanzas, mucho menos moralejas. En su ficción, el Mal también puede imponerse. Triunfar. No se trata de hacer justicia con la literatura como herramienta. No hay odas, cantos y homenajes a las víctimas, tampoco exaltación ni críticas.

Respecto a la técnica, podemos observar como virtud el cierre de estos cuentos, especialmente en "Fin del mundo" y en "Los monocigóticos". En el último de cada uno de estos, despliega toda su potencia:

"No sé; nadie. Uno de esos tipos que joden los domingos anunciando el fin del mundo".

Que en el resto de los cuentos no se haga referencia explícita a la última dictadura no quier decir que esté ausente lo político: un juez de máxima reputación en la esfera pública pero un perverso sexual de lo más denigrante en la vida privada; un historiador que viaja al pasado en busca de una verdad perdida o no sabida; los sueños rotos ante una revolución esfumada; o alusiones a una huelga famosa por la violencia con que se la reprimió, primero en Buenos Aires y luego, en la Patagonia.

En cuestiones de técnicas literarias, Huebe trabaja muy bien con la ambigüedad y el misterio; deja en poder de los lectores, el cierre del relato (especialmente en "Regla 11").

Es interesante el juego con el verosímil en el divertido relato "El año que no trabajé para Los Redondos", donde autor y enunciador pueden confundirse. 

Por otra parte, este libro viene a quebrar, o al menos intentar, ciertos imaginarios. La Mar del Plata que se quiere mostrar oficialmente al resto del mundo (mejor dicho, a los no-marplatenses) no siempre es la que anuncian los carteles publicitarios en los subterráneos de la ciudad de Buenos Aires, "La Feliz". Leonardo Huebe nos habla, ya sea de su pasado reciente o su presente inmediato, de una ciudad que duele.

sábado, 19 de octubre de 2013

Fernando Torres, "El perro que amaba a los hombres"

Finalmente la muerte se impone. Por eso el horror, el sufrimiento. Al que sufre la muerte de otro ser, se le aplasta el alma, el que muere  deja de estar (y aquí una de las trampas del lenguaje), o sea, no está más. Ya no será posible la comunicación verbal ni corporal, es el fin de un destinatario. ¿A quién se le habla ahora, a quién se escucha, a quién se interpreta? A Otro, pero a ése, ya no.
Hace más de diecisiete años y medio Charly vino a este mundo, antes no estaba, no existía, no se suponía siquiera su existencia. Luego, azarosamente, en una jaula que compartió con dos cachorros nacidos junto a él (¿qué habrá sido de la vida de ellos?), lo eligieron mi hermano y mi mamá. Cabía en la palma de mi mano –no es una metáfora-. A los dos días de haberse instalado en la casa, no mostraba un buen estado, se quejaba de dolor, se le caía el pelo, hasta perdelo casi completamente. Daniel, mi papá lo llevó a innumerables guardias veterinarias, incluidas MAPA y el hospital para animales de Agronomía. Y nada. Cero resultado. Ningún veterinario lo mejoró. Lo intentaron, no pudieron. Y lo peor de todo es que nos dijeron "no hay nada para hacer", "qué mala suerte", "nació enfermito" y discursos de ese tipo.
Remedios paganos: una vecina de barrio, de esas que sólo creemos reales en las ficciones le dijo a mi papá que lo bañáramos en aceite para autos, usado, obviamente, teniendo cuidado que no se lo trague ni le entre en los ojitos. Creer o reventar, de esa forma, repitiendo el tratamiento varios días, Charly comenzó a mejorarse. Con el tiempo, breve tiempo, se curó y volvió a tener pelo. Se le fue esa especie de sarna maldita y vaya a saber qué enfermedad más. Crecía vital, le gustaba jugar. Se venía a dormir a los pies de Sergio, a los míos.

Charly apenas recién nacido, 2004

Ahora que lo pienso, quizá Charly vino también sin proponérselo y nosotros sin darnos cuenta, a paliar un dolor, una herida que no cerraría por mucho tiempo: la partida, la muerte de Emiliano, mi hermano de un año y seis meses (no hablaré de eso en estas hojas).
Como decía recién, dormía con nosotros, se metía adentro de la cama, y se iba a los pies. Podía quedarse toda la noche ahí. Nuestro temor era que se asfixiara. Nada de olor a perro tenía Charlito (así lo bautizó la abuela Ana). Primero en el barrio, luego en el edificio, lo querían todos los vecinos.
Chiquito el perro, que con su diminuto cuerpo, generaba más ternura pero nos asustaba también ya que se enfrentaba a todos los perros de las razas que fueran y que a su lado, parecían bestias de historias fantásticas. Ellos lo respetaban, se puede decir que ninguno lo agredió. Lo bajamos a la calle y nosotros nos subíamos los veinte pisos; al rato, algún vecino o él solito, no sabemos cómo, se aparecía en el piso veinte E. Los primeros años, hasta dosmilsiete, disfrutó de las mejores comidas y poco y nada de alimento balanceado. Paté, bife, chorizo y churrasco a granel, ravioles, pastel de papás y cuando estuve pobre, porque vivió conmigo siempre, fideos a mansalva. María Rosa, mi mamá, le daba leche y cariñosamente le preguntaba si estaba rica al “micifuz”, como si fuera un gato, vaya a saber uno porque esa asociación, aunque creo que el comportamiento de Charly en muchas ocasiones se parecía más al de los gatos que a los perros mismos, ya que también debo decir que no le gustaba mucho la franela ofrecida salvo que el la solicite, y menos que menos, acariciarlo en contra de su voluntad.

Con el tiempo apareció Clarisa. A los catorce años del perro. Y fue su hada madrina, ¡posta, eh!. Acá sí Charly encontró el debido cuidado, porque su amo, es decir yo, era bastante dejado en esas tareas (y en otras también)… pero cómo venía diciendo, con Clari conoció los controles necesarios en los tiempos necesarios para preservar su salud. Los paseos diarios, triple turno, se hicieron impostergables ante cualquier motivo; la dieta ya era la adecuada, en base a las “piedritas” o como debe decirse, alimentos balanceados.
Pero el tiempo pasa. Y Charlito se fue poniendo grande. Viejito. Mientras tanto, yo tenía un deseo secreto. Que Charly estuviera cuando yo tenga un hijo. Bueno, los que me conocen ya lo saben. Tuve una hija: Julia. Y Charly la conoció. Fueron muy buenos amigos; compartieron espacios, tiempos y juegos.

Charly a los 17 años y medio, 2011

El 4 de noviembre de 2011 Charly dio su último suspiro. Vuelvo a ese día y los ojos comienzan a arder, molestarme: ya están cayendo algunas lágrimas. En esos últimos instantes hubo lugar al abrazo final. Es cierto, el hombre es un ser bastante estúpido, tiende a pensar en lo que refiere a los objetos, a las plantas y también a los animales bajo su lupa y parámetros antropocentristas. Dudo poder escaparme de esto.
Sólo decirles que en ese instante final, me miró a los ojos. Apoyé su patita en mi mano y con el otro brazo lo acerqué como si lo envolviera hacia mí. En esa mirada estaba la despedida, pero también contenido ahí, todo el amor del perrito que amaba.

Marzo, 2012.

sábado, 6 de julio de 2013

Juan José Saer, “Las cosas soñadas”

Para Carlos Giordano

Como dice Tomatis, a pesar de su diploma de letras, obtenido en uno de los establecimientos de la Ivy League, Gabriela, la hija mayor de Barco (la menor se ha aficionado a las disecciones en la facultad de medicina), "padece una fuerte vocación literaria". Y lo que es peor, agrega siempre con un aire resignado que no consigue disimular su intensa, por no decir infantil satisfacción, es que ha decretado declararme, para platicar sobre la materia, su —como se dice ahora— "interlocutor privilegiado".
La chica, si bien no somete a su consideración cada texto que escribe, tiene una inclinación marcada a discutir con Tomatis problemas de método, de teoría, de especulación literaria, sobre los cuales ha leído desde luego mucho más que Tomatis pero a quien, con la ingenuidad de los jóvenes que suelen atribuirles a las personas mayores que quieren desde la infancia una especie de infalibilidad, considera como una autoridad en casi todas las ramas del arte, de las letras, de la ciencia y de la filosofía, reputación que con cierta inescrupulosidad y blandiendo vagos pretextos pedagógicos Tomatis se abstiene, desde que Gabriela era adolescente, de rechazar como inmerecida. "Ya se irá dando cuenta sola", murmura a veces, un poco molesto por la mirada irónica con la que Barco lo observa interpretar su papel de, como dicen, maestro de la juventud.

Como viene a enseñar a la facultad de Rosario, de tanto en tanto Gabriela se da un salto hasta la ciudad, para visitar a sus primos y primas y a algunos amigos de infancia, porque cuando Barco y Miri se mudaron a Buenos Aires, obligados por las circunstancias políticas, ella tenía ya trece años. Antes de irse a los Estados Unidos a terminar su carrera, en la época en que la situación se calmó un poco, Gabriela había tomado la costumbre de pasar las vacaciones en la ciudad entre la playa de Guadalupe, antes de que la cubriera definitivamente la inundación grande, la casa de fin de semana que tenían en Sauce Viejo los padres de su primer novio, y la playita de Rincón. Tanto había oído hablar de los años dorados de la generación anterior —la de sus padres, Tomatis, Rita Fonseca, los mellizos Garay, etcétera— que se había dejado obnubilar tenuemente por una especie de bovarismo intelectual que transfiguraba el mundo a su alrededor convirtiendo los arduos lugares donde había transcurrido la juventud ardua de sus padres y de los amigos de sus padres en una sucursal del paraíso. Puedo entrar no dos, sino muchas veces en el mismo río, desde noviembre a marzo, y sobre todo si se trata del Coronda o del Ubajay, le gustaba decir a Gabriela, suspirando de nostalgia, en los inviernos de Rosario o de Caballito. Era evidente que, a diferencia de sus mayores para quienes lo exterior había consumido ya su cuota exigua de magia, para Gabriela la magia empapaba el mundo, y la surgente de su chorro luminoso no debía estar lejos de Paraná, de la laguna Setúbal o de San José del Rincón.
En sus escapadas a la ciudad, con o sin novio, sola o acompañada, Gabriela nunca dejaba de visitar a Tomatis, al que llamaba Carlitos, como si ella fuese mayor que él o como si se tratasen de viejos camaradas, lo cual irritaba ligeramente a Alicia que, por ser mucho más joven que Gabriela y sobre todo por ser la hija de ese personaje desconocido que irrumpía cada vez que Gabriela profería el diminutivo, no se sentía con derecho a llamarlo de esa manera y al mismo tiempo experimentaba de un modo confuso la impresión de estar excluida de aquella parte de la personalidad de su padre que el diminutivo, que creía destinado al uso exclusivo de las personas mayores, designaba. Tomatis sabía que en algún momento de la visita los temas literarios se introducirían en la conversación, y siempre lo divertía, aunque no lo dejara traslucir, ir previendo su aparición, que Graciela trataba de presentar como espontánea, como si un elemento inesperado, aleatorio, surgiendo en medio de la charla informal, suscitara la asociación necesaria que permitiría evocarlos. El modo de traerlos a colación era en general interrogativo, aunque Tomatis sabía que, detrás de la aparente humildad de la pregunta, se ocultaba un problema, un enigma e incluso una charada, para la cual ella tenia ya preparada su respuesta pero que por, como suele decirse, un sentimiento de inseguridad, no estaba demasiado dispuesta a revelar antes de haber averiguado si Tomatis pensaba lo mismo que ella, Carlitos —le decía—, Fulano de Tal (algún académico que, por haber publicado artículos en la New York Review y haber pasado tres o cuatro veces por televisión era estudiado en todas las universidades norteamericanas) dice tal o cual cosa, a propósito de la obra de Zutano o de Mengano. ¿Vos qué pensás del asunto? Tomatis no había leído una sola línea del autor en cuestión ni pensaba leerla pero, concentrándose al máximo, intentaba aislar el problema del contexto en que era presentado y respondía en términos generales a la pregunta, coincidiendo a menudo, por no decir siempre, con el punto de vista de Gabriela. Y cada vez que tenían una de esas charlas, en el momento de despedirse, Tomatis, con una sonrisa afectuosa, pero vagamente burlona y conminatoria, le decía más o menos lo siguiente: Todos estos problemas al cuete que discuten los gringos en su salsa a base de ketchup están muy bien pero ¿cuándo me vas a mostrar algunos de tus textos para ver cómo están escritos?
En uno de los viajes que Gabriela hizo especialmente para presentarle a su nuevo novio, un economista rosarino, Tomatis invitó a la pareja y a Alicia a cenar a una parrilla de lujo qué acababan de inaugurar en los locales de la Sociedad Rural, y a los postres, a pesar del discreto aburrimiento del economista y del fastidio ostentoso de Alicia, Gabriela le anunció a Tomatis que le iba a hacer llegar por carta o por fax un texto brevísimo, de una página más o menos, que tal vez no tenía mucho valor en sí, pero en el que aplicaba un procedimiento de su invención, para terminar de una vez por todas con las teorías expresivas y biográficas de la creación literaria. Según Gabriela, su método había consistido en introducir en el texto toda clase de elementos opuestos a su persona: como ella era mujer, el personaje del fragmento, como Gabriela llamaba a su escrito, era un hombre; como ella era joven, su personaje era un jubilado, y le había elegido su lugar de residencia al azar, haciendo girar un globo terráqueo y, después de cerrar los ojos bien fuerte para no hacer trampas, aplicando el dedo índice en un punto cualquiera del planeta, que resultó ser la ciudad de Paula, en el sur de Italia. Para atribuirle un nombre al personaje había utilizado un procedimiento semejante, hojeando a ciegas una agenda en la que en cada día del año figuraba el santo correspondiente, y como había caído el 30 de noviembre, el día de San Jerónimo, había traducido el nombre al italiano. En cuanto al contenido del fragmento propiamente dicho, según Gabriela, había decidido poner una serie de elementos opuestos a los de su biografía y, al mismo tiempo, optó por escribir, no sobre alguna escena de la vigilia, de la vida cotidiana, sino sobre un sueño, tomando como precaución que cada uno de los detalles —objetos o situaciones— del sueño, fuese rigurosamente inventado por ella y no correspondiese a ningún sueño suyo verdadero. Gabriela pensaba que escribiendo un buen texto con ese método, se terminaría de una vez por todas con los prejuicios biográficos, y además, terminaba Gabriela exaltándose noblemente un poquito, gracias a la identificación de uno mismo, a través de la literatura, con lo heterogéneo del mundo, se probaba la unidad fundamental de la especie humana. Y a los pocos días, Tomatis recibió por correo el texto siguiente:

El sueño de Don Girolamo

Una noche tormentosa (muy cálida) de primavera, don Girolamo, que ha estado leyendo hasta tarde en la cama un tratado de ingeniería civil, se despierta, aterrado y sudoroso, después de una pesadilla: su hermano, mayor ha asesinado a su padre, a su madre y a su hermanita, y él está tan aterrorizado que duerme aferrando un cuchillo bajo las sábanas. También descubre en un plato unas plumas y unos trocitos de piel que traen todavía pegados filamentos de carne sanguinolenta. Cuando se despierta, al terror sucede el alivio, y después una tristeza agridulce, porque don Girolamo ha cumplido ya los sesenta, y cinco años, y si bien su hermanita, que tiene sesenta y dos, vive todavía, su padre y su madre han muerto ya hace muchos años. En cuanto a su hermano, es tres años mayor que él, y sufre de una enfermedad incurable. Ciertas asociaciones han motivado el sueño: las sensaciones propias a la noche calurosa, que lo han retrotraído a la infancia, y el hecho de que antes de dormir haya tomado una bebida efervescente, que no probaba desde la infancia y que, mientras la aproximaba a los labios, haya pronunciado el nombre piamontés de esa bebida: BAGNANAS (moja nariz). Esas asociaciones explican el carácter infantil del sueño, pero no su contenido. Al cabo de un rato, don Girolamo se duerme nuevamente, pero con una intensa sensación de paz, de reconciliación y de eternidad.


En el encuentro siguiente, al final del año universitario, a mediados de diciembre, Gabriela y el novio vinieron a tomar el vermouth al anochecer y a saludar a Tomatis para las fiestas que se avecinaban, y al cabo de un rato, ya estaban conversando sobre el fragmento que le había mandado Gabriela. Tomatis celebraba la buena invención del sueño, donde ciertos detalles imaginados parecían realmente oníricos, como las sensaciones infantiles de un adulto que se encuentra soñando, la condensación temporal, o las plumas y la piel sanguinolentas. También aprobaba la sobriedad de la prosa pero, metiendo la mano en el bolsillo del pantalón, sacó un pedacito de papel y le leyó la lista de elementos autobiográficos que le había parecido vislumbrar en el texto: es sabido que en los sueños cada cosa puede aparecer distorsionada, disfrazada de otra, y él, Tomatis, pensaba que el dichoso don Girolamo era un personaje que, aunque mucho más viejo desde luego, le recordaba en varios de sus rasgos a Barco, el padre de Gabriela, cuyo hermano mayor había muerto no hacía mucho tiempo, y esa magnesia efervescente de marca BAGNANAS era un producto local, que Gabriela conocía de cuando era chica, de modo que ese detalle material del fragmento era verdaderamente autobiográfico. También, según Tomatis, un elemento puramente intelectual, no empírico, podía ser autobiográfico, y la asociación desencadenada por haber pronunciado las palabras en piamontés, requería un contexto preciso para ser imaginada: esa explicación asociativa no hubiese podido hacerse fuera de los marcos de la cultura occidental del siglo veinte, etcétera. Pero lo que más lo seducía del fragmento no estribaba en su supuesta demostración de que la literatura no era ni objetiva ni autobiográfica, —dos categorías que exigían un control consciente del texto en todos sus niveles desde el principio hasta el fin para ser operativas— sino porque ponía en evidencia que su modo de funcionar era en más de un aspecto análogo al de los sueños. Y Tomatis explicaba el fragmento de la manera siguiente: Gabriela debía pensar, sin darse cuenta tal vez, que el hermano de Barco, que había muerto no hacía mucho después de una larga enfermedad, había hecho sufrir demasiado a su padre a causa de su enfermedad, y con el egoísmo cruel de la juventud y mediante la astucia inmoral de que se valen los sueños, había transformado a su tío, de víctima que era, en un espantoso asesino. El final del fragmento, según Tomatis, confirmaba su teoría, porque esa reconciliación pretendía, por un lado, restablecer el bienestar de su padre y al mismo tiempo la satisfacción de la autora del fragmento por haber cumplido su venganza simbólica.

A medida que Tomatis iba explicando su punto de vista, el ambiente, tal vez porque ya iban por el segundo vermouth, se animaba en el atardecer caluroso. Habían podido instalarse en la terraza porque Tomatis tuvo la precaución de regar las baldosas rojizas para refrescarlas, cuando había todavía mucha luz aunque, a causa de que el sol ya estaba demasiado cerca del horizonte — siempre en la llanura se lo ve ir hundiéndose gradualmente en él, hasta desaparecer— ya no castigaba tanto las cosas. Mientras conversaban, el aire había ido poniéndose cada vez más azul; dentro de poco nomás se volvería negro. Las explicaciones que Tomatis daba sobre el texto provocaban hilaridad porque estaban dichas de tal manera que podía percibirse la propia incredulidad del autor respecto de ellas y que, en circunstancias diferentes, opuestas a la actual por ejemplo, hubiese podido afirmar exactamente lo contrario. Pero los detalles del sueño de don Girolamo seguían flotando, desde el momento en que los había leído, no únicamente en su memoria, sino en ciertos pliegues recónditos de la emoción que, de tanto en tanto, la hacían vibrar todavía. También Gabriela, cuando había escrito su "fragmento", sabía lo más bien que ciertos detalles autobiográficos lo habían motivado, el dolor austero de Barco por la muerte de su hermano y la propia pena de ella, a quien le era difícil, a pesar de que ya tenía veintiocho años, admitir que su padre, el héroe mítico de su infancia, al que ninguna adversidad podía ni siquiera rozar, era, como todo el resto, vulnerable y fugitivo. Pero un pudor más fuerte que su intensa lealtad la incitaba a presentar su texto como el mero ejemplo de una teoría totalmente ajena a su propia vida. Ella y "Carlitos" pensaban lo mismo, a saber que si la ficción y los sueños estaban hechos de la misma materia, por certeras que fuesen las teorías que se les aplicaran, seguirían siempre su propio camino, inesperado, caprichoso y extraño, y que por arbitrarios y alejados de la realidad que pareciesen, los hombres se dejarían impresionar por ellos y les darían más crédito y más sentido que al mundo palpable y rugoso.
Sorbiendo un traguito de su vermouth, Gabriela lanzó por encima del vaso una sonrisa con la que trató de abarcar la mirada de los dos hombres que la escuchaban, y dejando otra vez el vaso sobre la mesa de hierro blanco, declaró que, como las obras literaria, los sueños también se expresaban a través de diferentes géneros, pero que los mejores eran aquellos que, justamente, se alejaban de los géneros y eran capaces de forjarse una forma y una simbología propias. Su novio contó que un par de años atrás, en un viaje por Europa durante el que había estado en un restaurant catalán, sobre el Mediterráneo, había comido un plato que figuraba en el menú con el nombre de "plato soñado", porque el cocinero, a base de gelatina, colorantes y diferentes ingredientes que utilizaba en secreto, había reconstituido la forma y el gusto de un marisco del Atlántico, que justamente no existe en el Mediterráneo. Y el cocinero, que había venido a la mesa al final del almuerzo, porque tenía un amigo entre los comensales, les había explicado que el plato llevaba ese nombre porque las sensaciones gustativas y táctiles que producía eran semejantes a las de los sueños, en los que, a pesar de la ausencia, material del estímulo, o a causa de un estímulo inapropiado (por ejemplo, el soñar con un incendio cuando nos sofocan las frazadas) las sensaciones ilusorias que tenemos mientras estamos soñando nos parecen reales.
Aunque el aire ya iba poniéndose casi negro, como estaban bastante cerca unos de otros, todavía podían verse en la penumbra tibia del anochecer. Sus voces resonaban demorándose un poco, y el cielo en el que no había una sola nube estaba de un azul oscuro pero todavía luminoso; ya brillaban en él, con esa intermitencia vacilante con que van instalándose en los anocheceres de verano, las primeras estrellas. La dosis moderada de alcohol que acababan de tomar comenzaba a producirles efecto, manifestándose en una levísima efervescencia y una euforia que, aunque artificial como la sensualidad de los sueños, no era menos exaltante. Y la sonrisa de Tomatis se hizo más amplia, y secretamente orgullosa, cuando le oyó decir a Gabriela que, si se reflexiona un poco, todos los platos que nos ofrece el mundo son soñados, no únicamente el redondel de caldo, amarillo y humeante, que yace sobre la mesa, sino también cada una de las cucharadas que, con aceptación resignada, nos llevamos a la boca.

En "Cuentos completos", Seix-Barral.