sábado, 19 de octubre de 2013

Fernando Torres, "El perro que amaba a los hombres"

Finalmente la muerte se impone. Por eso el horror, el sufrimiento. Al que sufre la muerte de otro ser, se le aplasta el alma, el que muere  deja de estar (y aquí una de las trampas del lenguaje), o sea, no está más. Ya no será posible la comunicación verbal ni corporal, es el fin de un destinatario. ¿A quién se le habla ahora, a quién se escucha, a quién se interpreta? A Otro, pero a ése, ya no.
Hace más de diecisiete años y medio Charly vino a este mundo, antes no estaba, no existía, no se suponía siquiera su existencia. Luego, azarosamente, en una jaula que compartió con dos cachorros nacidos junto a él (¿qué habrá sido de la vida de ellos?), lo eligieron mi hermano y mi mamá. Cabía en la palma de mi mano –no es una metáfora-. A los dos días de haberse instalado en la casa, no mostraba un buen estado, se quejaba de dolor, se le caía el pelo, hasta perdelo casi completamente. Daniel, mi papá lo llevó a innumerables guardias veterinarias, incluidas MAPA y el hospital para animales de Agronomía. Y nada. Cero resultado. Ningún veterinario lo mejoró. Lo intentaron, no pudieron. Y lo peor de todo es que nos dijeron "no hay nada para hacer", "qué mala suerte", "nació enfermito" y discursos de ese tipo.
Remedios paganos: una vecina de barrio, de esas que sólo creemos reales en las ficciones le dijo a mi papá que lo bañáramos en aceite para autos, usado, obviamente, teniendo cuidado que no se lo trague ni le entre en los ojitos. Creer o reventar, de esa forma, repitiendo el tratamiento varios días, Charly comenzó a mejorarse. Con el tiempo, breve tiempo, se curó y volvió a tener pelo. Se le fue esa especie de sarna maldita y vaya a saber qué enfermedad más. Crecía vital, le gustaba jugar. Se venía a dormir a los pies de Sergio, a los míos.

Charly apenas recién nacido, 2004

Ahora que lo pienso, quizá Charly vino también sin proponérselo y nosotros sin darnos cuenta, a paliar un dolor, una herida que no cerraría por mucho tiempo: la partida, la muerte de Emiliano, mi hermano de un año y seis meses (no hablaré de eso en estas hojas).
Como decía recién, dormía con nosotros, se metía adentro de la cama, y se iba a los pies. Podía quedarse toda la noche ahí. Nuestro temor era que se asfixiara. Nada de olor a perro tenía Charlito (así lo bautizó la abuela Ana). Primero en el barrio, luego en el edificio, lo querían todos los vecinos.
Chiquito el perro, que con su diminuto cuerpo, generaba más ternura pero nos asustaba también ya que se enfrentaba a todos los perros de las razas que fueran y que a su lado, parecían bestias de historias fantásticas. Ellos lo respetaban, se puede decir que ninguno lo agredió. Lo bajamos a la calle y nosotros nos subíamos los veinte pisos; al rato, algún vecino o él solito, no sabemos cómo, se aparecía en el piso veinte E. Los primeros años, hasta dosmilsiete, disfrutó de las mejores comidas y poco y nada de alimento balanceado. Paté, bife, chorizo y churrasco a granel, ravioles, pastel de papás y cuando estuve pobre, porque vivió conmigo siempre, fideos a mansalva. María Rosa, mi mamá, le daba leche y cariñosamente le preguntaba si estaba rica al “micifuz”, como si fuera un gato, vaya a saber uno porque esa asociación, aunque creo que el comportamiento de Charly en muchas ocasiones se parecía más al de los gatos que a los perros mismos, ya que también debo decir que no le gustaba mucho la franela ofrecida salvo que el la solicite, y menos que menos, acariciarlo en contra de su voluntad.

Con el tiempo apareció Clarisa. A los catorce años del perro. Y fue su hada madrina, ¡posta, eh!. Acá sí Charly encontró el debido cuidado, porque su amo, es decir yo, era bastante dejado en esas tareas (y en otras también)… pero cómo venía diciendo, con Clari conoció los controles necesarios en los tiempos necesarios para preservar su salud. Los paseos diarios, triple turno, se hicieron impostergables ante cualquier motivo; la dieta ya era la adecuada, en base a las “piedritas” o como debe decirse, alimentos balanceados.
Pero el tiempo pasa. Y Charlito se fue poniendo grande. Viejito. Mientras tanto, yo tenía un deseo secreto. Que Charly estuviera cuando yo tenga un hijo. Bueno, los que me conocen ya lo saben. Tuve una hija: Julia. Y Charly la conoció. Fueron muy buenos amigos; compartieron espacios, tiempos y juegos.

Charly a los 17 años y medio, 2011

El 4 de noviembre de 2011 Charly dio su último suspiro. Vuelvo a ese día y los ojos comienzan a arder, molestarme: ya están cayendo algunas lágrimas. En esos últimos instantes hubo lugar al abrazo final. Es cierto, el hombre es un ser bastante estúpido, tiende a pensar en lo que refiere a los objetos, a las plantas y también a los animales bajo su lupa y parámetros antropocentristas. Dudo poder escaparme de esto.
Sólo decirles que en ese instante final, me miró a los ojos. Apoyé su patita en mi mano y con el otro brazo lo acerqué como si lo envolviera hacia mí. En esa mirada estaba la despedida, pero también contenido ahí, todo el amor del perrito que amaba.

Marzo, 2012.

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