Por Julián Mola
“El dictador prohibió a Dios”. Hasta la fe prohibió Nicolae
Ceauşescu, que había llegado al gobierno de la por entonces República
Socialista de Rumania a mediados de los sesenta. Terminada la Segunda Guerra,
como tantos otros países del este europeo, Rumania quedó bajo la órbita de la
URSS; satélites a los que se les impuso el comunismo con el fin de evitar
reincidencias políticas e ideológicas. O eso se dijo. En Rumania tampoco
funcionó del todo bien, Ceauşescu sería ejecutado en 1989 bajo el cargo de genocidio.
“El dictador cerró Rumania con alambre de púas”. Muchos
fueron los que arriesgaron su vida para huir de la escasez y los excesos hacia
el oeste democrático, el occidente del libre comercio. Eso hizo Alexandrus
Veteranyi, huir del régimen con sus dos pequeñas hijas, su esposa y la caja
completa del Circo Estatal de Rumania. Se proponían dejar atrás las
privaciones, el autoritarismo y, por qué no, el anonimato; pensaban hacer,
entre otras cosas, de su hija menor Aglaja una estrella de Hollywood.
Veteranyi fue artista circense, payaso, actor y aficionado a
filmar cantidad de películas caseras que nunca tuvieron destino alguno. Estos
menesteres lo llevaron a recorrer Europa, África, pasar por los Estados Unidos
y terminar recalando en Argentina a mediados de los ochenta. Finalmente,
Tandarica, tal su nombre artístico, alcanzó su anhelada fama con aquel
recordado personaje de mozo torpe, que adeudaba no poco a Chaplin. Participaría
en cantidad de películas y programas de TV hasta su muerte, en Buenos Aires, en
1995. Muy atrás, muy lejos, habían quedado su mujer, sus hijas y el circo.
Aglaja, con apenas quince años, había escapado a Suiza en solitario. Allí se
estableció y, sin haber recibido una educación formal, casi analfabeta, se
vinculó al ambiente artístico y acabó siendo una reconocida actriz, docente y
escritora que dominaba el alemán, el rumano y el español. Fundó un grupo
literario y un grupo teatral, escribió narrativa, obras de teatro, poemas, y
diversos textos para diarios y revistas. En su primera novela –única editada en
vida- Por qué se cuece el niño en la polenta, Aglaja reconstruye –o recupera-
la voz de la niña que fue para contar, con la sinceridad despiadada de un niño,
la historia autobiográfica de su infancia, el derrotero geográfico, social y emocional
de unos primeros años que revelan las marcas de su origen, los anclajes y,
seguramente, las decisiones de la Aglaja mujer.
A golpe de oraciones simples, concisas, incluso con páginas
enteras reservadas a una sola frase, una tras otra caen las imágenes, las
metonimias de la escritora condensan todo cuanto caló hondo en su persona y
necesita ser liberado, sin pudores: el régimen rumano (“El dictador es zapatero
de profesión, ha comprado sus diplomas en la escuela. No sabe ni escribir ni
leer, dice mi madre, es más tonto que una tapia. Pero una tapia no mata, dice
mi padre”), la huida y sus consecuencias (“Desde nuestra fuga torturan al tío
Petru en la cárcel y al tío Nicu lo mataron a palos delante de la puerta de su
casa”), la pobreza omnipresente (“En mi tierra hacer cola es una profesión”),
la imagen de su padre, las expectativas de una madre desbordada, la relación
con su hermana y su tía, y el diario devenir de una troupe nómada de artistas
fugitivos.
Aglaja tiene cinco años cuando comienza la narración, es el
momento en que todo en su vida comienza a ser extranjero (“El circo siempre
está en el extranjero”), palabra que marcó su vida, que resume su condición de
expulsada, del que ocupa un lugar que no es el suyo; el extranjero (como lugar,
donde ella vivió desde que recuerde), los extranjeros (que eran ellos, en todos
lados, su condición de exiliada, de nómada, de fugitiva siempre a punto de ser
deportada: “No podemos volver nunca, está prohibido”), la extranjera (que
decidió seguir siendo, ella, adoptando a Suiza como país de residencia y el
alemán como lengua; “la patria es la lengua”, dijo Adorno).
Por qué el niño se
cuece en la polenta cuenta el desarraigo de un país, de un origen, pero,
sobre todo, el de una infancia; arrastrada a una tierra de adultos, el comienzo
de su vida iba a transcurrir lejos de los límites de la niñez. Es un libro –una
vida- de contrastes, porque se parte de un recurso –la niña que narra- que no
deja margen a otra cosa, porque lo que narra es violencia, y emociones que poco
tienen que ver con la niñez. El miedo, no producto de una fantasía de acecho
sino el miedo a una amenaza real, esa emoción de la que se procura resguardar
al niño, en Aglaja es cosa de todos los días, como la rutina del circo:
“En la cama no paro de pensar que mi
madre ahora está colgada del pelo. Mi hermana tiene que inventarse cosas cada
vez más crueles para el niño en la polenta”.
Su hermana, para mantenerla entretenida y así no padecer el
miedo de ver caer a la muerte a su madre trapecista, le cuenta, una y otra vez,
el cuento popular rumano ¿Por qué se cuece el niño en la polenta? (nunca se
aclara, pero el cuento sería “apenas” eso, una imagen, la de un niño que hierve
en una olla de polenta; no tiene texto ni moraleja, es solo un título disparador
para ser desarrollado a gusto del narrador o del oyente), el artilugio es tapar
el horror con horror –desviar la mirada del horror para mirar otro horror-. No
mirar allí, donde más duele, mejor mira allá; es una evasión instintiva la que
practica a diario, se hace fuerte en lo que nadie le ha podido ni le podrá
quitar, resiste como puede en su imaginación, y así crece.
Lo particular, entonces, no es el recurso en sí mismo, lo
particular, lo auténtico, es su historia, tramada de puros contrastes entre lo
que se supone debe ser y la realidad, una realidad que a Aglaja le toca
vivenciar desde muy temprano, aunque siquiera logre comprenderla del todo: el
entrañable Tandarica se descubre como quien “… pega a mi madre y con una
cuchilla de afeitar corta las prendas de su vestuario en pedacitos y dice: ¡Hoy
te dejo caer de la cúpula!”, las bondades de la Europa occidental resultan en
“¡Vaya paraíso! ¡Aquí los perros son más importantes que las personas! ¡Si
escribo a mi familia que los estantes en la tienda están llenos de comida para
perros, creen que me he vuelto loca!”, la festiva vida circense esconde que “A
Lidia Giga, la domadora, la hizo pedazos el león que ella misma había criado
con un biberón. Al hombre encadenado se le partió la cuerda ardiendo, se cayó
de cabeza”, la familia es “mi madre pegó a mi hermana, se cayó contra un
cristal de una ventana y se cortó las venas. ¡Sí, he dormido con tu marido!,
había gritado mi hermana. ¡Tu padre me chupó la sangre del corazón y me tiró a
la basura!, dice mi madre”.
La directora húngara Krisztina Deak llevó la historia al
cine (Aglaja, 110 min., Hungría, 2012) basando el guion en el libro. La
película -¡no tan rápido!- es inhallable en internet, pero en el tráiler de dos
minutos se deja entrever –salvando las distancias de presupuesto y contexto
histórico- un tono que en seguida remite a El laberinto del fauno, al prisma
con que Ofelia observa el mundo, que lo hace su propio mundo, su refugio. Es
que Por qué el niño… es eso, un cuento que es una distracción, un mundo ideado
para sobrellevar el destierro de la infancia. Ese mundo de fantasía, resultado
de su inocencia avasallada, de una necesidad de repliegue sobre sí misma, es
oscuro, y la lleva a elaborar, a la manera del uso que hace del cuento que da
nombre al libro, sus propios artilugios, su propia lógica del alivio: “Siempre
tengo que pensar en la muerte de mi madre, para que no me pille por sorpresa.
Veo cómo se enciende el pelo con las antorchas, cómo se cae ardiendo sobre el
suelo”.
Le llega la pubertad a esta niña; sea por llevar la contra a
su madre, que se empeña en conservarla impoluta, a salvo de los males del mundo
(que para ella son básicamente los hombres), sea porque ya no cree poder seguir
viviendo allí, en ese territorio en el que siempre fue extranjera, avanza, sin
saber bien a dónde, pero avanza: “Nunca me ha tocado un hombre en ese lugar. No
pienso en otra cosa. Quiero que me violen dos al mismo tiempo.” Su vida, ella
misma, parecía estar marcada por estos contrastes, estos sacudones. Dice el escritor
Werner Morlang, amigo personal, en un discurso homenaje que lee a un año de su
muerte: “Ella era desinhibida y tímida, intrépida y aprensiva al mismo tiempo,
como si estuviera siendo perseguida por alguna experiencia crucial de su niñez:
una combinación fatal de fantasías entre ser todopoderoso y sentimientos de
inferioridad”.
Aglaja Veteranyi se quitó la vida ahogándose en el Lago de
Zúrich en febrero de 2002, tenía treintainueve años. Uno entonces se pregunta
si en verdad fue un viaje de más de tres décadas hasta su infancia lo que
Aglaja emprendió para recuperar la voz de aquella niña que fuera, o si la voz
que recupera su historia es la de la niña adulta con la que convivía a diario,
una niña que seguía allí, en sus ojos, en su puño y letra, todavía herida,
todavía sola en el extranjero, una niña que ya no tiene quién la pueda
distraer.
-----------------
Autor: Aglaja Veteranyi
Título: Por qué se cuece el niño en la polenta?
Editorial: Lengua de trapo
Año de edición: 2002
Páginas: 183
Hola, he leído el libro hace unos días y me ha fascinado. Me va a costar encontrar una lectura a la altura.
ResponderEliminarMuchas gracias por compartir tu sensación después de la lectura. Coincido: a mí también me causó una gran fascinación. Saludos.
EliminarHola Julián, gracias por la nota. Por si te sirve, poseo una copia subtitulada al español de la película. A disposición. Saludos
ResponderEliminarHola estoy muy interesado por la pelicula me atrae la vida de Aglaja
Eliminarhola sebastian hace tiempo que estoy buscando esta pelicula, aun la tenes?
ResponderEliminarHola. Lamentablemente no cuento con la película, y tampoco pude verla. Pero el libro es una auténtica genialidad. Muchas gracias por escribirme.
EliminarAlguien podría facilitar la película?
ResponderEliminar