La siguiente relación se encontró entre los papeles del
difunto Dietrich Knickerbocker, un anciano caballero de Nueva York que se
interesó profundamente por la historia de las colonias holandesas de la
provincia y las costumbres de los descendientes de los primitivos pobladores.
Sus investigaciones históricas no se efectuaban, sin embargo, entre libros,
sino entre seres humanos, pues en los primeros no abundaban sus temas
favoritos, mientras que los encontraba en los viejos burghers y aun más en sus
mujeres, que poseían enormes tesoros de aquel folklore, tan valioso para el
verdadero historiador. En cuanto hallaba una auténtica familia holandesa,
cuidadosamente encerrada entre sus cuatro paredes, en su casa de techo bajo, construida
casi debajo de la ancha copa de algún árbol, la consideraba como un pequeño
volumen y la estudiaba con el celo de un ratón de biblioteca.
De todas estas investigaciones resultó una historia de
la provincia bajo los gobernadores holandeses, que se publicó hace unos años.
Existen numerosas opiniones acerca del verdadero carácter literario de ese
libro, que, a decir verdad, no es lo que debería ser. Su mérito principal
consiste en la escrupulosa exactitud, de la que se dudó al aparecer, pero que ha
sido demostrada después sin lugar a dudas. Se le admite ahora en todas las
bibliotecas de historia como un libro cuya autoridad es indiscutible.
Aquel anciano caballero murió poco después de publicar
su obra y, ahora que ha desaparecido, puede decirse, sin ofender su memoria,
que su tiempo hubiera estado mucho mejor empleado si se hubiera dedicado a
tareas más importantes. Tendría que seguir sus inclinaciones personales, de
acuerdo con métodos propios y, aunque alguna que otra vez molestó a sus vecinos
y ofendió a amigos, por los cuales sentía gran afecto, hoy se recuerdan sus
errores y locuras más con lástima que con rencor y algunos empiezan a sospechar
que nunca tuvo la intención de ofender a nadie. De cualquier modo que los
críticos aprecien su memoria, la tienen en muy alta estima muchas personas cuya
opinión puede compartirse, particularmente ciertos confiteros que en su
admiración han llegado a reproducir su efigie en los pasteles de Año Nuevo,
dándole así una oportunidad de hacerse inmortal, casi equivalente a la que
proporciona una medalla de Waterloo o de la Reina Ana.
Rip Van Winkle
Escrito póstumo de Dietrich Knickerbocker
Cualquier persona que haya viajado río arriba por el
Hudson, recordará los montes Kaatskill. Son un desprendimiento aislado del gran
sistema orográfico de los Apalaches. Se les ve al oeste del río elevándose
lentamente hasta considerables alturas y enseñoreándose del país circundante.
Todo cambio de estación o del tiempo, hasta cada hora del día, producen alguna
modificación en las mágicas formas de estas montañas; todas las buenas mujeres
de los alrededores, y hasta las de lejos, tienen a esos montes por barómetros
perfectos. Cuando el tiempo es bueno y se mantiene así, parecen revestirse de
azul y púrpura y se destacan nítidamente sobre el fondo azul del cielo; algunas
veces cuando el firmamento de la región está completamente limpio de nubes,
alrededor de sus picos se forma una corona de grises vapores, que al recibir
los últimos reflejos del sol poniente despiden rayos como aureola de un santo.
A los pies de estas bellas montañas, el viajero habrá
percibido columnas de humo que se desprenden de un villorrio cuyos techos se
destacan entre los árboles, allí donde la coloración azul de las tierras altas
se confunde con el verde esmeralda de la vegetación de las bajas. Es una
pequeña villa de gran antigüedad, pues fue fundada por los primeros colonos
holandeses, en los primeros tiempos de la provincia, al iniciarse el período de
gobierno de Pedro Stuyvesant, a quien Dios tenga en su gloria; hasta hace unos
pocos años, todavía quedaban algunas de las casas de los primeros colonos. Eran
edificios construidos de ladrillos amarillos, traídos de Holanda.
En aquella misma villa y en una de esas mismas casas
(que, a decir verdad, el tiempo y los años habían maltratado bastante), vivió
hace ya de esto mucho tiempo, cuando el territorio era todavía una provincia
inglesa, un buen hombre, que se llamaba Rip Van Winkle. Descendía de los Van
Winkle que tanto se distinguieron en los caballerescos días de Pedro Stuyvesant
y que le acompañaron en el sitio de Fuerte Cristina. Sin embargo, poco había
heredado del carácter marcial de sus antecesores. Debo hacer notar que era de
buen natural, vecino bondadoso y esposo sumiso, pegado a las faldas de su
mujer. A esta última circunstancia, a esta mansedumbre se debía su enorme
popularidad, pues estos hombres, que en casa están bajo el dominio de una
tarasca, tienden en la calle a ser conciliadores y obsequiosos. Sin duda, sus
temperamentos se ablandan y se hacen maleables en el terrible fuego del hogar
conyugal; los gritos de su mujer equivalen a todos los sermones del mundo, en
lo que respecta al aprendizaje de la paciencia y de la longanimidad. En un
cierto sentido, una mujer bravía puede considerarse como una bendición; si así
es, Rip Van Winkle estaba bendito tres veces.
Cierto es que era el favorito de todas las buenas
mujeres de la vecindad que, como es corriente entre el bello sexo, se ponían de
parte de Rip en todas las dificultades domésticas de éste; de noche, cuando se
dedicaban a comentar las ocurrencias de la villa, todas ellas echaban la culpa
a la señora Van Winkle. Los chiquillos lanzaban exclamaciones de júbilo en
cuanto se acercaba. Los ayudaba en sus juegos, fabricaba sus juguetes, les enseñaba
a hacer cometas y canicas, y les contaba extensos relatos acerca de aparecidos,
brujas e indios. En cualquier lugar de la villa que se encontrara, estaba
rodeado de un grupo de ellos, colgados de sus faldones o de sus espaldas, y
haciéndole mil diabluras con toda impunidad; ni un perro de la vecindad le
ladraba.
El gran error de Rip consistía en su invencible
aversión por toda clase de trabajo provechoso. Eso no procedía de carencia de
asiduidad o perseverancia, pues era capaz de pasarse sentado en una roca
húmeda, con una caña tan pesada como la lanza de un tártaro, tratando de pescar
todo el día, aunque los peces no se dignasen morder el anzuelo ni una sola vez.
Con un fusil al hombro, recorría a pie bosques y pantanos durante muchas horas,
para matar algún pájaro. Nunca se negaba a asistir a un vecino, hasta para el
trabajo más duro. Era el primero en tomar parte en todas las diversiones
campesinas, como tostar maíz o construir una empalizada de piedras; las mujeres
de la aldea se valían de él para los pequeños servicios y hacer aquellas
labores menudas que sus esposos, menos corteses, no querían llevar a cabo. En
una palabra: Rip estaba pronto a efectuar cualquier trabajo menos el propio: le
era completamente imposible mantener su granja en orden o dar cumplimiento a
sus deberes de padre de familia.
Afirmaba que no tenía sentido trabajar sus tierras. En
todo el país no se encontraba un predio que contuviera tantas dificultades, en
igualdad de tamaño. Todo salía mal y saldría mal, a pesar de cualquier cosa que
él hiciera. Su empalizada se derrumbaba sola. Su vaca desaparecía o se metía en
la granja vecina. En sus campos crecía más aprisa la maleza que cualquier otra
cosa que él plantara. La lluvia parecía empeñada en caer justamente cuando se
había propuesto trabajar al aire libre. Por todas estas razones, las tierras
heredadas de sus padres se habían ido reduciendo, hasta quedarle sólo una
parcela, plantada de patatas y maíz, que a pesar de su reducido tamaño era la
granja peor administrada de toda la región.
Sus hijos, por lo descuidados, no parecían pertenecer a
ninguna familia. Su primogénito, que se llamaba Rip como él, era su propia
estampa y parecía heredar, con los trajes viejos de su padre, todas sus
características. Se le veía, generalmente, saltando como un potrillo, al lado
de su madre, vistiendo un par de pantalones, cortados de otros viejos del autor
de sus días, que sostenía con una mano, con la misma elegancia con que una
damisela recoge su larga falda, para evitar que se ensucie, cuando hace mal
tiempo.
Sin embargo, Rip Van Winkle era uno de esos felices
mortales que, gracias a su innata disposición, toman las cosas como se
presentan, comen pan negro o blanco, el que pueda conseguirse con menos
dificultades y quebraderos de cabeza y que prefieren morirse de hambre con un
penique a trabajar por una libra. Si hubiera estado solo se habría desprendido
de todas sus dificultades vitales, pero su mujer no cesaba de echarle en cara
su haraganería, su descuido y la ruina que su conducta traía a su familia.
De mañana, al mediodía, de tarde y de noche, aquella
mujer no daba descanso a su lengua; cualquier cosa que dijese o hiciera,
provocaba, con toda seguridad, un torrente de elocuencia doméstica. Rip tenía
un método propio de replicar a estos sermones y que ya se estaba convirtiendo
en hábito. Consistía en encogerse de hombros, sacudir la cabeza, bajar los ojos
y no decir una palabra. Sin embargo, esta actitud siempre provocaba una nueva
andanada de reproches de su mujer, por lo que se veía obligado a retirarse y
refugiarse fuera de la casa, el único lugar que corresponde a un marido
demasiado paciente.
Sólo un miembro de la familia tomaba partido por él, y
era su perro: Lobo, tan perseguido como su dueño, pues la señora Van Winkle
consideraba a entrambos como cómplices en la haraganería y hasta atribuía a
Lobo el que su marido se perdiera por aquellos andurriales con tanta
frecuencia.
Cierto es que, en lo que respecta a las cualidades que
deben adornar a un perro honorable, Lobo era tan valiente como cualquier otro
animal que hubiera rastreado por los bosques. Pero, ¿qué coraje puede aguantar
el eterno terror de una lengua femenina, que nada perdona? En cuanto Lobo
entraba en la casa, toda su pelambre caía laciamente por los costados, metía el
rabo entre las piernas, se deslizaba como si fuera culpable de algún terrible
crimen y con el rabillo del ojo vigilaba a la señora Van Winkle; a la menor
indicación de una escoba salía disparado hacia la puerta, aullando
lastimeramente.
A medida que pasaban los años, la situación se hacía
cada vez más intolerable para Rip Van Winkle; el mal genio nunca mejora con la
edad y la lengua es el único instrumento cuyo filo aumenta con el uso. Durante
algún tiempo se consolaba, cuando debía abandonar el hogar conyugal,
frecuentando una especie de club, abierto a todas horas, formado por todos los
sabios, todos los filósofos, así como todas las gentes que no tenían nada que
hacer. Mantenían sus sesiones en un banco, delante de una pequeña taberna, cuyo
nombre derivaba de un rubicundo retrato de su Majestad Británica Jorge III.
Acostumbraban sentarse a la sombra, durante los largos días de verano, hablando
sobre las murmuraciones propias de una pequeña ciudad o contando larguísimas y
soporíferas historias acerca de naderías. Eran dignos de los tesoros de un
hombre de estado los profundos comentarios y discusiones que tenían lugar allí,
cuando por casualidad algún viajero les dejaba alguna gaceta anticuada. ¡Con
qué atención escuchaban a Derrick Van Bummel leerla en voz alta, arrastrando
mucho las palabras! Es cierto que el lector era el dómine del lugar, hombre
pequeñito, muy sabiondo y siempre cuidadosamente vestido, que no se asustaba
ante la palabra más larga del diccionario. ¡Con qué sabiduría discutían los
hechos públicos, varios meses después de ocurridos!
Las opiniones de esta junta de notables estaban bajo la
influencia de Nicolás Vedder, patriarca de la villa y dueño de la taberna, a
cuya puerta estaba siempre sentado, desde la mañana hasta la noche, moviéndose sólo
lo estrictamente necesario para evitar el sol y quedar siempre bajo la
protectora sombra de un árbol, con lo que los vecinos deducían la hora por su
posición con tanta certidumbre como si fuera un reloj de sol. Es cierto que muy
raras veces hablaba, pero en cambio fumaba continuamente su pipa. Sus
discípulos (pues todo gran hombre los tiene), sin embargo, le entendían
perfectamente y sabían comprender sus opiniones. Cuando se leía o se contaba
algo que no era de su agrado, fumaba nerviosamente su pipa, echando frecuentes
bocanadas de humo con gesto de enojo; pero cuando le gustaba, inhalaba
lentamente el humo y lo lanzaba formando nubes ligeras y plácidas. A veces
llegaba a sacarse la pipa de la boca, dejando que el oloroso humo girara en
volutas alrededor de su nariz, inclinando la cabeza en señal de perfecto
asentimiento.
Su terrible esposa logró expulsar a Rip hasta de este
último reducto, pues muchas veces interrumpió la serena tranquilidad de aquella
asamblea para expresar su opinión acerca de cada uno de los presentes. Ni el
mismo Nicolás Vedder estaba seguro ante la audaz lengua de aquella harpía, que
le acusó públicamente de fomentar la haraganería crónica de su marido.
El pobre Rip llegó así a un estado de verdadera
desesperación; su única posibilidad de escapar al trabajo en su granja o a las
vociferaciones de su mujer, consistía en tomar la escopeta y recorrer los
bosques. Allí se sentaba, a la sombra de un árbol, compartiendo el contenido de
su mochila con el pobre Lobo, que gozaba de todas sus simpatías por ser
copartícipe de sus sufrimientos. «¡Pobre Lobo!», acostumbraba decir, «tu ama te
hace llevar una vida de perros, pero no te preocupes, pues mientras yo viva no
te ha de faltar un amigo que te ayude». Lobo meneaba la cola, miraba cariñosamente
a su amo y si los perros pueden sentir piedad, estoy plenamente convencido de
que respondía con el mismo afecto a los sentimientos de su señor.
En uno de estos largos paseos, durante un bello día de
otoño, Rip llegó sin darse cuenta a una de las más elevadas regiones de los
Kaatskill. Se dedicaba a su pasatiempo favorito: la caza; en aquellas
tranquilas soledades, el eco repetía varias veces los disparos de su escopeta.
Por encontrarse cansado, se tiró, ya muy entrada la tarde, en un prado cubierto
con hierbas de la montaña que terminaba en un precipicio. Desde allí podía
divisar hasta gran distancia parte de las tierras bajas. A lo lejos, distinguía
el señorial Hudson, que avanzaba majestuosamente, reflejando en sus ondas una
nube purpúrea, o el velamen de alguna barca que se deslizaba por su superficie
de cristal, para perderse luego en el azulado horizonte.
Por el otro lado se veía un estrecho valle, cuyo suelo
estaba cubierto con las piedras que habían caído de la parte superior de la
montaña. Los rayos del sol poniente difícilmente penetraban hasta su fondo.
Durante algún tiempo, Rip observó distraído la escena; avanzaba la tarde; las
montañas empezaban a arrojar sus azules sombras sobre los valles; comprendió
Rip que sería completamente de noche cuando llegase a su casa y suspiró
profundamente al pensar en lo que diría su mujer.
Cuando se disponía a descender, oyó una voz que lo
llamaba: «¡Rip Van Winkle, Rip Van Winkle!» Miró en todas direcciones, pero no
pudo descubrir a nadie. Creyó que su fantasía le había engañado y se dispuso a
bajar, cuando oyó nuevamente que le llamaban: «¡Rip Van Winkle! ¡Rip Van
Winkle!» Al mismo tiempo, Lobo enarcó el lomo y gruñendo se refugió al lado de
su amo, mirando aterrorizado hacia el valle. Rip sintió que un miedo vago se
apoderaba de él, miró ansiosamente en la misma dirección y pudo observar una
extraña figura que subía lentamente por las rocas, llevando una pesada carga
sobre los hombros. Se sorprendió al ver un ser humano por aquellas soledades,
pero creyendo que fuera alguno de sus vecinos, necesitado de su ayuda, se
apresuró a socorrerlo.
Al acercarse, se sorprendió aún más por la extraña
apariencia del desconocido. Era un hombre bajo, de edad avanzada, con pelo
hirsuto y barba grisácea. Vestía a la antigua usanza holandesa. Llevaba sobre
los hombros un pesado barril, que parecía estar lleno de licor; hacía señales a
Rip para que se acercara a ayudarle. Aunque desconfiaba algo de su nuevo amigo,
Rip acudió con su prontitud habitual y, ayudándose mutuamente, ascendieron por
un estrecho sendero, que era aparentemente el lecho de un seco torrente.
Mientras proseguían su camino, Rip oyó algunas veces extraños ruidos, como de
truenos lejanos, que parecían salir de una estrecha garganta, formada por altas
rocas, hacia la cual conducía el áspero sendero que seguían. Se detuvo un
momento, pero creyendo que el ruido proviniera de una de esas tormentas
momentáneas tan frecuentes en las alturas, prosiguió. Pasando por la estrecha
garganta, llegaron a una especie de anfiteatro, rodeado de murallas de piedra
perpendiculares, por encima de las cuales se asomaban algunas ramas de árboles.
Durante todo el camino, tanto Rip como su compañero habían permanecido en
silencio, pues aunque el primero se admiraba de que el segundo llevase un
barril de licor a aquellas alturas, había algo extraño e incomprensible en el
desconocido que inspiraba respeto e impedía la familiaridad.
Al entrar en el anfiteatro, aparecieron nuevos motivos
de asombro. En el centro se encontraba un grupo de extraños personajes que
jugaban a los bolos. Estaban vestidos de una manera realmente extraña y
anticuada, que se parecía a la del guía de Rip Van Winkle. También sus caras
eran peculiares: uno tenía una cabeza larga, una cara ancha y ojillos rodeados
de grasa, como los de un cerdo; la cara de otro parecía consistir
exclusivamente en nariz, y llevaba sobre la cabeza un sombrero cónico, en cuya
cúspide lucía una roja pluma de gallo. Todos tenían barbas de las más diversas
formas y colores. Uno de ellos parecía ser el jefe. Era un caballero de edad
provecta, muy alto, y cuya apariencia demostraba que había pasado mucho tiempo
al aire libre. Aquel grupo le recordaba a Rip las pinturas de la antigua
escuela flamenca, que colgaban en el cuarto del párroco y que habían sido
traídas de Holanda, en los primeros tiempos de la colonia.
Lo que extrañaba particularmente a Rip era que aquellas
gentes, aunque estaban divirtiéndose, ponían unas caras muy serias, mantenían
un silencio sepulcral y formaban el más melancólico grupo de personas que Rip
hubiera visto jamás.
Nada interrumpía el silencio de la escena, excepto los
bolos, que cuando rodaban producían entre las montañas un ruido como de
truenos.
Cuando Rip y su compañero se aproximaron, dejaron
repentinamente de jugar y le observaron con una mirada tan fija, más propia de
una estatua, y un aire tan extraño que el corazón se le dio vuelta y se le
echaron a temblar las piernas. Su compañero vertió contenido del barril en
grandes copas e hizo señas a Rip para que las repartiera entre los presentes.
Obedeció asustado y temblando; los extraños personajes bebieron y continuaron
su juego.
Gradualmente desapareció el miedo y la aprensión de
Rip. Hasta se atrevió, cuando nadie le miraba, a probar aquella bebida, en la
cual encontró el sabor de una excelente ginebra. Como era una naturaleza
sedienta, pronto se sintió tentado a repetir el trago. Como no hay dos sin
tres, persistió en sus besos a la copa, con tanta asiduidad que finalmente
perdió el sentido, le bailaron los ojos, inclinó gradualmente la cabeza y se
durmió profundamente. Cuando se despertó, encontróse otra vez en la verde
pradera, desde la cual había distinguido por primera vez al extraño viejo. Se
frotó los ojos. Era una mañana estival. Los pájaros saltaban entre los árboles.
Un águila volaba a gran altura, aspirando el aire puro de la montaña.
«Supongo», pensó Rip Van Winkle, «que no habré dormido aquí toda la noche».
Recordó los extraños sucesos ocurridos antes de que empezara a dormirse: el
desconocido que subía con un barril a cuestas, la garganta entre las montañas,
aquel anfiteatro rodeado de rocas, el juego de bolos, la copa. «¡Oh! ¡Aquella
maldita copa!», pensó Rip, «¿qué explicación le daré ahora a mi mujer?»
Buscó su escopeta, pero en lugar de su arma bien
aceitada y limpia, encontró a corta distancia de donde estaba un caño
enmohecido, que tenía roto el gatillo y la culata carcomida. También Lobo había
desaparecido, pero era probable que se hubiera escapado detrás de una liebre.
Silbó y le llamó por su nombre, pero todo fue en vano: el eco repitió el
sonido, pero el can no aparecía por ninguna parte.
Se decidió a visitar el lugar de la fiesta de la noche
anterior y a pedir explicaciones a sus ocasionales compañeros acerca de su
escopeta y de su perro. Al levantarse, comprobó que sus articulaciones no
funcionaban como siempre. «Estas montañas no me convienen», pensó Rip, «y si
esta fiesta me ha de obligar a guardar cama con reumatismo, ¡vaya el escándalo
que me armará mi mujer!» Tuvo muchas dificultades para caminar, pero al fin
llegó al principio del sendero que la noche anterior habían seguido él y su
compañero; con gran asombro suyo halló que ahora era un verdadero río montañés,
que saltaba de roca en roca, formando cascadas de espuma. Intentó ascender por
sus orillas, atravesando con gran trabajo los arbustos, que parecían extender
ante él una red impenetrable.
Finalmente, llegó al punto donde se abría la garganta,
pero no quedaban ni rastros de aquel camino. Las rocas presentaban una
superficie sólida y unida, por la cual descendía el torrente formando una capa
de espuma, cayendo en su lecho ancho y profundo. Aquí el pobre Rip no pudo
proseguir. Otra vez silbó y llamó a su perro. Nadie le respondió. ¿Qué hacer?
Avanzaba la mañana, y Rip sentía hambre, pues no se había desayunado. Le dolía
perder su perro y su arma; además temía encontrarse con su mujer, pero no
quería morirse de hambre en las montañas. Sacudió la cabeza, se puso sobre el
hombro su descabalada escopeta y con el corazón lleno de miedo y ansiedad se
dirigió a su casa.
Al acercarse a la villa encontró diferentes personas,
todas desconocidas, lo que le sorprendió sobremanera, pues creía conocer a
todos los habitantes de aquella parte del país. También la manera cómo iban
vestidas se diferenciaba de aquella a la cual estaba acostumbrado. Todos le
miraban con iguales demostraciones de sorpresa y, en cuanto le veían, se
acariciaban la barbilla. La constante repetición de este ademán indujo a Rip a
hacer lo mismo, y observó entonces con gran asombro suyo que tenía una barba de
casi medio metro.
Finalmente, llegó a los suburbios de la villa. Una
tropa de chiquillos desconocidos corría detrás de él gritando desaforadamente y
burlándose de su barba. Los perros, ninguno de los cuales parecía conocerle,
ladraban a su paso. La misma villa había cambiado: era más grande y más
populosa. Encontró hileras de casas que nunca había visto; además habían
desaparecido muchos lugares familiares. Las puertas tenían inscripciones de
nombres desconocidos; se asomaban a las ventanas caras que nunca había visto;
no podía reconocer nada. La cabeza le daba vueltas, y llegó al extremo de
preguntarse si él o la villa estarían embrujados. Ciertamente este era su lugar
natal, del cual había salido el día anterior. Allí estaban los Kaatskill; a una
cierta distancia corría el plateado Hudson; cada colina y cada valle se
encontraban precisamente donde debían estar. Rip estaba profundamente perplejo.
«Esas copas de anoche -pensó- me han trastornado la cabeza».
Lo costó bastante trabajo encontrar el camino hacia su
casa, a la que se acercó lleno de sobresalto, esperando oír a cada momento la
voz chillona de su mujer.
La casa estaba en ruinas: el techo se había desplomado;
no quedaba puerta ni ventana en su sitio. Un perro famélico rondaba por allí.
Como tenía un cierto parecido con Lobo, Rip le llamó por su nombre, pero el
animal le mostró los dientes y siguió de largo. «¡Hasta mi mismo perro me ha
olvidado!», dijo Rip con un suspiro.
Entró en la casa, que, a decir verdad, la señora Van
Winkle había mantenido siempre limpia y en orden. Estaba vacía y aparentemente
abandonada. Una intensa desolación se apoderó de él. Llamó a gritos a su mujer
y a sus hijos. Resonó su voz en los cuartos vacíos y después reinó otra vez un
silencio completo.
Echó a correr en dirección a la taberna, pero ésta
también había desaparecido. En su lugar se elevaba un edificio de madera, muy
amplio, de frágil apariencia, con ventanas irregularmente colocadas, sobre cuya
puerta había un letrero que decía: «Hotel Unión, de Jonatán Doolitle». En lugar
del árbol, bajo el cual se albergaban los ciudadanos de antaño, había ahora un
gran mástil, que en la punta tenía algo que parecía ser un rojo gorro de
dormir, además de una bandera, conjunto de estrellas y barras, que era
completamente extraño e incomprensible. Reconoció la rubicunda cara del rey
Jorge, pero también ésta había sufrido una metamorfosis singular. En lugar de
la casaca roja, llevaba otra azul, tenía una espada en la mano, en lugar de un
cetro y debajo del cuadro decía en grandes caracteres: general Washington.
Cerca de la puerta se encontraba un grupo de personas,
pero Rip no pudo reconocer a ninguna de ellas. Parecía que hubiera cambiado
hasta el carácter de la gente. Hablaban con un tono discutidor y gritón, como
si estuvieran engolfados en algún asunto importante, en lugar de la
acostumbrada flema y soñolienta tranquilidad de antaño. Buscó en vano al sabio
Nicolás Vedder, el de la ancha cara, la doble mandíbula y la larga pipa
holandesa, que acostumbraba fumar en vez de echar discursos tontos, o a Van
Bummel, el maestro de escuela, que les leía en voz alta el contenido de una
vieja gaceta. En lugar de aquellas gentes, a las que estaba acostumbrado, un
hombre flaco, de aspecto bilioso, echaba una vehemente arenga acerca de los
derechos de los ciudadanos, las elecciones, los miembros del Congreso, la
libertad, los héroes del 66 y muchas otras cosas más, que para el extrañado Rip
Van Winkle sonaban como si se las dijeran en chino.
La aparición de Rip Van Winkle con su larga barba gris,
su herrumbrosa escopeta, su traje desarreglado, y una procesión de mujeres y de
chiquillos detrás de él, pronto atrajo la atención de aquellos políticos de
taberna. Se agruparon a su alrededor, observándole de pies a cabeza con gran
curiosidad. El orador se apoderó de él y, llevándole aparte, le preguntó por
quién iba a votar. Rip le echó una mirada estúpida por lo inexpresiva. Otro
hombrecillo, que se movía ágilmente como una ardilla, le arrastró por el brazo
y, poniéndose en puntas de pies, le preguntó al oído si era federal o
demócrata. Rip se encontró igualmente imposibilitado de responder a esa
pregunta, pues no la entendía tampoco. Un anciano caballero, que se daba mucha
importancia, se abrió paso a través de la multitud, apartándola a derecha e
izquierda con sus codos, se plantó delante de Van Winkle, y con una mirada que
parecía querer penetrarle hasta el fondo del alma, le preguntó en tono austero
cómo se le ocurría venir a una elección portando armas, con una muchedumbre
detrás de él y si era su intención armar un escándalo en la villa.
-Ay, señores -dijo Rip algo asustado-. Yo soy hombre de
paz, nacido en esta villa y fiel súbdito de nuestro señor, el rey Jorge, a
quien Dios guarde.
Los circunstantes estallaron en exclamaciones: «¡Un
espía! ¡Un refugiado! ¡Fuera con él!» Con gran dificultad, aquel anciano
caballero, que se daba tanto pisto, logró restablecer el orden. Con un
fruncimiento de cejas, que indicaba una austeridad diez veces mayor, preguntó a
aquel malhechor desconocido a qué había venido allí y qué buscaba. El pobre Rip
aseguró humildemente que no tenía ninguna mala intención y que venía a buscar
algunos de sus vecinos que acostumbraban frecuentar la taberna.
-¿Quiénes son? Nómbrelos.
Rip pensó un momento y luego preguntó por Nicolás
Vedder.
Reinó silencio durante un momento, interrumpido
finalmente por un anciano, que con voz quebradiza exclamó: «¿Nicolás Vedder?
Murió hace dieciocho años. Hasta hace poco tiempo todavía quedaba en el
cementerio una tabla con su nombre, pero ya ha desaparecido».
-¿Dónde está Brom Dutcher?
-Ese ingresó en el ejército, al principio de la guerra;
algunos dicen que fue muerto durante el ataque a Stony Point; otros que se
ahogó durante una tempestad. De todas maneras, nunca volvió.
-¿Dónde está Van Bummel, el maestro de escuela?
-También se fue a la guerra. Ahora forma parte del
Congreso.
Al pobre Rip se le subía el corazón a la boca al oír
todos estos tristes cambios, experimentados por su familia y sus amigos. Se
encontraba solo en el mundo. Todas las respuestas le asombraban por referirse a
tan enormes espacios de tiempo y a cosas que no podía entender: la guerra,
Stony Point, el Congreso. Ya no tenía valor para preguntar acerca de sus
amigos, sino que gritó desesperado:
-¿No conoce nadie aquí a Rip Van Winkle?
-¡Oh!, ¡Rip Van Winkle! -exclamaron algunos-; claro,
Rip Van Winkle está allí apoyado en un árbol.
Rip miró y vio una reproducción exacta de sí mismo
cuando se fue a las montañas. Por lo que se veía, seguía siendo tan haragán
como siempre y su desastrado traje no había cambiado nada. El pobre Rip estaba
completamente confundido. Dudaba de su propia identidad y no sabía si él era él
o cualquier otra persona. En medio de su confusión, oyó que el anciano caballero
le preguntaba su nombre.
-¡Sólo Dios lo sabe! -exclamó sin saber ya qué pensar
ni qué decir-. Yo no soy yo. Yo soy otro. Es decir, yo estoy allí. No, es otro
que se ha metido en mis zapatos. Hasta anoche, yo era yo, pero me dormí en las
montañas y me cambiaron hasta la escopeta. Quiero decir, todo ha cambiado. Yo
he cambiado y no puedo decir quién soy ni cómo me llamo.
Los circunstantes empezaron a mirarse los unos a los
otros y a hacer girar los dedos sobre las sienes. En voz baja, se dijeron que
era mejor sacarle la escopeta para evitar que hiciera algún disparate, al oír
lo cual el anciano caballero, que se creía muy importante, retiróse con cierta
precipitación. En este momento crítico, una mujer que acababa de llegar se
abrió paso a través de la muchedumbre, para poder observar a Rip. Tenía en los
brazos un chiquillo de cara redonda, que, al verle, comenzó a gritar. «¡Vamos,
Rip! -exclamó ella-, ¡tonto!, ese hombre no te va a hacer daño! El nombre del
niño, el aspecto de la madre, el tono de su voz, todo despertó en Rip numerosos
recuerdos.
-¿Cómo se llama usted, buena mujer? -le preguntó.
-Judit
Gardenier.
-¿Cómo se llamaba su padre?
-Rip Van Winkle, ¡pobre hombre! Hace veinte años que
desapareció en las montañas con su escopeta y desde entonces nadie ha sabido
más de él. Su perro volvió solo a casa. No sabemos si se mató o si se lo
llevaron los indios. Yo era entonces muy pequeña.
A Rip le quedaba tan sólo una pregunta por hacer, la
que formuló con voz temblorosa:
-¿Dónde está ahora su madre?
-Murió hace muy poco tiempo. Sufrió un ataque
consecuencia de una discusión que tuvo con un vendedor ambulante que venía de
Nueva Inglaterra.
Por lo menos con esto oía algo reconfortante. El
honrado Rip no pudo contenerse más tiempo. Abrazó a su hija y a su nieto.
-Yo soy tu padre. ¿No conoce aquí nadie al viejo Rip
Van Winkle?
Todos se quedaron asombrados, hasta que una anciana
salió de entre la multitud con paso tembloroso y, poniéndose la mano delante de
los ojos, para ver mejor, exclamó: «¡Claro!, es Rip Van Winkle. ¡Es el mismo!
Bienvenido, vecino. ¿Dónde has estado todos estos años?»
Rip acabó pronto de contar su historia, pues para él
aquellos veinte años se reducían a una sola noche. Los vecinos se asombraron al
oírle referir tan extraña historia; algunos se hicieron mutuamente señas; el
anciano caballero que se creía importante y que había vuelto en cuanto pasó la
alarma, sacudió la caza, al ver lo cual toda la asamblea hizo lo mismo.
Se decidió preguntar la opinión del viejo Pedro
Venderdonk, a quien vieron venir lentamente por el camino. Descendía del
historiador del mismo nombre, que escribió una de las primeras crónicas de la
provincia. Era él el habitante más viejo de la villa; estaba versado en todos
los sucesos maravillosos y tradiciones de la vecindad. Reconoció a Rip
enseguida y corroboró su historia de la manera más satisfactoria. Aseguró a los
presentes que era un hecho, transmitido de padres a hijos, que los Kaatskill
habían sido siempre refugio de extraños seres. Se afirmaba que el gran Hendrick
Hudson, el descubridor del país y de la comarca, mantenía allí una especie de
vigilancia, visitando la región cada veinte años y vigilando el río y la gran
ciudad que llevaba su nombre. El padre de Vanderdonk los había visto una vez,
en sus antiguos trajes holandeses, jugando a los bolos, en un rincón de la
montaña; él mismo había oído una vez durante el verano el ruido de sus juegos,
que sonaban como truenos lejanos. Los circunstantes se dispersaron y volvieron
a la elección, que era más importante. La hija de Rip le llevó a su casa a
vivir con ella: habitaba un elegante chalet bien amueblado que compartía con su
marido, un hacendado enérgico y optimista, a quien Rip reconoció como uno de
los chiquillos que acostumbraban jugar con él. En lo que respecta al hijo y
heredero de Rip, que era la misma estampa de su padre, y que éste había visto
apoyado en un árbol, se decidió emplearlo en trabajar la hacienda, pero
demostró una predisposición hereditaria a preocuparse de sus propios asuntos.
Rip reanudó sus viejos paseos y costumbres; pronto
encontró muchos de sus antiguos compañeros, aunque el tiempo no los había hecho
mejores, por lo cual nuestro personaje prefería hacerse amistades entre la
joven generación, que pronto le consideró uno de sus favoritos.
No teniendo nada que hacer en casa, y habiendo llegado
a aquella feliz edad en que un hombre puede impunemente dedicarse a la
holgazanería, ocupó una vez más su lugar en el banco de la taberna, donde se le
reverenciaba como uno de los patriarcas de la villa y una crónica viviente de
los viejos tiempos «antes de la guerra». Pasó algún tiempo antes de que pudiera
encontrar el método actual de murmuración o pudiera comprender los extraños
hechos que habían ocurrido durante su sueño: la guerra, la liberación del yugo
de Gran Bretaña y la circunstancia de que ahora, en vez de ser un súbdito de su
majestad Jorge III, era un libre ciudadano de los Estados Unidos. Rip no era
ningún político; las transformaciones de los Estados y de los imperios le hacían
muy poca impresión; había una especie de despotismo bajo el cual había gemido
durante muchos años: la dictadura de las faldas. Felizmente, eso había
terminado, había logrado sacudir el yugo del matrimonio, y podría entrar y
salir sin temor a la tiranía de la señora Van Winkle. Cuando se mencionaba su
nombre, sin embargo, meneaba la cabeza, se encogía de hombros y bajaba la
vista, lo que podía pasar por una expresión de resignación ante su suerte o de
alegría por su liberación.
Acostumbraba contar su historia a todos los extraños
que llegaban al hotel de Doolittle. Al principio, algunos oyentes observaron
que variaba en diversos puntos, lo que se debía indudablemente a que acababa de
despertarse. Finalmente llegó a contarle exactamente cómo yo lo he relatado
aquí; todo hombre, mujer o niño de la vecindad lo conocía ya de memoria.
Algunos pretendían dudar de la realidad de la narración e insistían en que Rip
había estado loco. Sin embargo, casi todos los viejos habitantes holandeses de
la villa le daban entero crédito. Hoy mismo, en cuanto oyen truenos, en una
tarde de verano, alrededor de los Kaatskill, dicen que Hendrick Hudson y su
tripulación están dedicados a jugar a los bolos; en la vecindad, cuando un
marido a quien le ha tocado una mujer demasiado dominadora siente lo pesado de
su situación, desea beber un buen trago de la misma copa de Rip Van Winkle.
NOTA. -Es de sospechar que el relato anterior haya sido
sugerido al señor Knickerbocker por una superstición alemana acerca del
emperador Federico Barbarroja y las montañas de Kiffhäuser. Sin embargo, la
nota agregada a este relato demuestra que es un hecho referido con su usual
fidelidad: «La historia de Rip Van Winkle puede parecer increíble a muchos, a
pesar de lo cual la creo verdadera en todos sus puntos, pues nuestras colonias
holandesas han sido siempre escenario de hechos y apariciones maravillosas. Yo
mismo he escuchado historias más extraordinarias que ésta en las villas
situadas a lo largo del Hudson, todas las cuales eran tan auténticas que no admitían
la más mínima duda. Yo mismo he hablado con Rip Van Winkle, quien, cuando le vi
por última vez, era un venerable anciano, tan perfectamente lógico y
consistente en todos los puntos, que no puedo suponer que ninguna persona
consciente pudiera negarse a creerle. He visto un certificado del juzgado de
paz sobre esta materia, firmado con una cruz, en la propia caligrafía del juez.
Por consiguiente, la historia está fuera de toda duda.»
D. K.
Post scriptum. -En lo que sigue transcribimos algunas
notas de viaje del señor Knickerbocker:
«Las montañas Kaatsberg o Catskill, como se llaman
ahora, han sido siempre una región legendaria. Los indios creían que allí
moraban los espíritus que reinan sobre el tiempo, que esparcen las nubes o los
rayos del sol, y que conceden abundantes o escasas estaciones de caza. Estaban
sometidos a un viejo espíritu femenino, que, según ellos, era su madre. Esa
mujer se aposentaba en el pico más alto de los Catskill, desde donde abría y
cerraba las puertas del día y de la noche, siempre a la hora conveniente.
Suspendía la luna nueva en los cielos y transformaba las otras en estrellas. En
los tiempos de sequía, si los sacrificios que se le ofrecían eran de su agrado,
hilaba ligeras nubes de verano, con telas de araña y rocío de la mañana y las
mandaba a las crestas de las montañas, copo por copo, como si fuera algodón
cardado, flotando en el aire, hasta que, disolviéndose por el calor del sol,
descendían a la tierra en suaves lluvias, que hacían renacer los pastos,
madurar los frutos y crecer rápidamente el maíz. Si, por el contrario, las
ofrendas no le placían, soplaba nubes negras como la tinta, sentándose en medio
de ellas, como una araña en medio de su red, y cuando estas nubes descendían,
¡ay de los valles!
»En tiempos antiguos vivía una especie de Manitú o
espíritu que tenía su morada en lo más recóndito de los Catskill y que se
complacía en hacer toda clase de males a los pieles rojas. Algunas veces tomaba
la forma de un oso, una pantera, o un ciervo, y conducía al extrañado cazador
por intrincados bosques o entre peñascales, hasta que el piel roja se
encontraba al borde de un precipicio o de un impetuoso torrente.
»El escondite favorito de este Manitú se muestra
todavía hoy al excursionista curioso. Es una gran roca, que por la vegetación
silvestre que la adorna se llama el Jardín Rocoso. Cerca se encuentra un
pequeño lago. Los indios respetaban mucho este lugar, tanto que el más audaz
cazador no perseguía su presa hasta allí. Sin embargo, uno, perdido en las
montañas, penetró una vez en él, donde recogió un bejuco de los que crecían en
aquel lugar. En su prisa por abandonar el paraje, lo dejó caer entre las rocas,
donde se formó un gran río que le arrastró entre precipicios, deshaciéndole en
pedazos y abriéndose camino hasta el Hudson, hacia el cual va fluyendo hasta el
día de hoy. Trátase del mismo río que se conoce con el nombre de Kaaters-kill.»
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