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Adolph Eichmann fue arrestado en Argentina en 1960. En 1961 fue juzgado y condenado a pena de muerte, en Israel. En 1962, se ejecutó la sentencia. |
Porque logra lo que muy pocos libros: es capaz de contar, y contar bien, lo que parece inenarrable y, al mismo tiempo, propone un modo enteramente nuevo de pensar lo establecido, dándole un mazazo al sentido común.
Históricamente la humanidad recurrió a la figura del “monstruo” o de la “bestia” para dar cuenta de aquellos que cometieron crímenes inmensos y ejercieron violencia feroz contra sus semejantes. En ese gesto, que los convierte en unos “otros” diferentes (dementes, perversos, insanos, extraviados, inhumanos), parte del problema se resuelve: son los únicos responsables / culpables.
¿Qué sucede, en cambio, si consideramos el hecho de que esas “bestias” llevan sus vidas como cualquiera de nosotros y van a trabajar todos los días, pasean con amigos, leen cuentos a sus hijos, cuidan a sus mayores? El asunto se vuelve mucho más complejo, más inquietante, más dificil de abordar.
Esa es la operación que propone Hannah Arendt al analizar el caso Eichmann y postular la idea de “la banalidad del mal”. El villano puede ser un hombre común.
En breve resumen: Adolph Eichmann, teniente coronel de las SS, fue uno de los mayores criminales de guerra nazis. Huye de Europa y se esconde en la Argentina, donde es capturado en 1960 y llevado a juicio en Israel. Hannah Arendt, como corresponsal de la revista New Yorker, cubre ese juicio, que termina con la condena a muerte de Eichmann ejecutada en 1962.
“Fue como si en aquellos últimos minutos [Eichmann] resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes.” (p. 368).